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«Querían quemarnos vivos»

«Querían quemarnos vivos»

La emboscada a una patrulla con cócteles químicos en Errenteria, hace 20 años, marcó un punto de inflexión en la lucha de la Ertzaintza contra la kale borroka

DAVID S. OLABARRI

Lunes, 5 de octubre 2015, 11:42

El primer golpe llegó como presagio de la tormenta que se avecinaba. Los cinco ertzainas habían oído antes ese sonido: el ruido seco de una piedra que impacta contra la chapa de un vehículo. Sabían perfectamente de lo que se trataba. Estaban destinados en Errenteria y prácticamente todas las semanas tenían que enfrentarse a episodios de violencia callejera. Pero en esta ocasión apenas tuvieron tiempo de cruzar sus miradas. A la primera piedra le siguió otra. Y otra. Y otra. Fue un ataque rápido y muy intenso. Imposible determinar cuántos ladrillos impactaron contra la vieja furgoneta de la Ertzaintza. Lo que sí se sabe es que uno de los objetos destrozó una de las ventanas laterales. Y que fue por ese agujero por donde los encapuchados introdujeron el cóctel molotov que desfiguró al ertzaina Jon Ruiz Sagarna y causó graves quemaduras a los otros cuatro agentes. Dos chicas que pasaban por allí sufrieron también severas heridas al ser arrolladas por el furgón, convertido en una incontrolada bola de fuego.

El cóctel molotov que cambió para siempre la vida de estas personas no era uno cualquiera. El artefacto contenía una mezcla de gasolina y ácido sulfúrico, además de una capa de polvo de clorato de potasio aplicada al exterior de la botella para facilitar la reacción química. Una auténtica arma preparada para matar que impactó de lleno sobre Ruiz Sagarna, al que su pasado como conductor de ambulancias en la DYA le colocó aquel día al volante de la furgoneta policial. El habitáculo se convirtió en un infierno de fuego y gases tóxicos en cuestión de segundos. La temperatura llegó a alcanzar los 1.000 grados. Había que escapar de allí. Cada uno como pudo. Ruiz Sagarna perdió el conocimiento y fue el único que no pudo hacerlo por su propio pie. Todavía hoy ni sus propios compañeros saben quién fue el que tuvo el valor de entrar en la furgoneta en llamas para sacarlo de allí.

Juanjo M. fue el último ertzaina que consiguió salir de aquel infierno. Han pasado 20 años desde aquella emboscada que cambió para siempre la vida de estas personas y que, desde una perspectiva más general, marcó un punto de inflexión en la trayectoria de la Ertzaintza y en su lucha contra la kale borroka. Juanjo, que hoy sigue trabajando en una comisaría, recuerda aquel día con precisión. Desde que les citaron en comisaría para preparar el dispositivo policial previsto para afrontar el 'borroka eguna' convocado por la izquierda abertzale con motivo de la aparición de los cadáveres de Lasa y Zabala, secuestrados y asesinados por los GAL en 1983. Cómo olvidar todo aquello.

«Yo estaba sentado detrás. Había convocada una manifestación una hora más tarde y nos mandaron a cubrir la estación del topo, que solía ser una zona caliente. Al pasar por la plaza escuchamos muchísimos golpes. La furgoneta paró en seco y me di un golpe fuerte. Me levanté. La parte delantera del vehículo estaba ya cubierta por las llamas. Traté de escapar por la puerta trasera. Estaba bloqueada. Empecé a patadas y puñetazos con la puerta. Me destrocé el hombro tratando de abrirla, pero era imposible. Al final me tapé la cara con las manos y me metí en el fuego para salir por una puerta lateral. Cuando por fin lo conseguí tenía el pelo envuelto en llamas. Yo no me di cuenta. Fue un compañero el que me avisó. Estaba confundido. No entendía nada. La munición había empezado a estallar dentro de la furgoneta. Uno de mis compañeros tenía los brazos ardiendo y el arma se le había pegado a la mano por el ácido. Luego vi dos chicas tiradas en el suelo, mientras seguían cayendo piedras a nuestro lado», recuerda este agente en una conversación con este periódico.

Los cinco ertzainas y las dos chicas jóvenes sufrieron graves heridas que tardaron meses en sanar. Incapaz de superar lo ocurrido, a Oscar M. le concedieron la invalidez absoluta años después de que le diagnosticasen estrés postraumático. Pero las quemaduras de Ruiz Sagarna conmocionaron a la sociedad vasca. Jon tenía un 55% del cuerpo afectado: cabeza, cuello, tronco, extremidades... Prácticamente todo su cuerpo quedó abrasado. El fuego y el ácido no respetaron ni sus ojos ni su voz. Llegó al hospital con el casco antidisturbios fundido sobre la cabeza. Pasó un mes entre la vida y la muerte. Los médicos le daban un 5% de posibilidades de supervivencia. Pero lo hizo. Tal vez, por la fuerza que le transmitió su mujer Ana y la esperanza de ver crecer a su hijo Iñigo, que entonces apenas tenía un año.

'Quemaertzainas'

Comenzó entonces un proceso lento y muy doloroso para cerrar las heridas. Las visibles y las que no lo son tanto. Los médicos explican que las grandes quemaduras son uno de los traumatismos que «mayor impacto» provocan en las víctimas por las circunstancias en las que se producen y por las «consecuencias» que conllevan. Y el caso de Jon fue extremadamente dramático.

El joven policía permaneció ingresado seis meses en el hospital de Cruces, donde fue sometido a seis dolorosas operaciones. Desde entonces ha sido sometido a muchas más y recibió constante apoyo psiquiátrico. Durante mucho tiempo tuvo que llevar un traje especial para proteger su delicada piel y no se atrevió a salir a la calle. Y cuando se animaba, lo hacía protegido por una visera y por una malla de color de carne.

Su testimonio impresionó a los asistentes al juicio que se celebró en San Sebastián contra los tres acusados de quemarle vivo. «Con mi aspecto no podré hacer vida normal en los próximos años. Yo creo que los médicos no saben por dónde empezar a practicarme la cirugía plástica», confesó Jon, resguardado por un biombo. En una conversación con este diario, Ruiz Sagarna agradeció el interés. Hoy está mejor. Se volcó en su familia y desde aquello tuvo otros tres hijos. Todos los años se reúne con dos de sus compañeros aquel día, Juanjo y Germán, para celebrar que «volvieron a nacer». Pero Jon declinó participar en el reportaje porque recordar lo ocurrido sigue siendo demasiado doloroso.

El fiscal que llevó el caso, Luis Navajas, que en la actualidad es teniente fiscal del Tribunal Supremo, recuerda la profunda impresión que le produjo el brutal ataque. «Querían quemarles vivos», resume. Al representante del Ministerio Público también le llamó la atención la frialdad de los acusados, que firmaron un panfleto asegurando que no eran «unos 'quemaertzainas'» y deseando una pronta recuperación para los dos muchachas. Nada dijeron, en cambio, de los policías. «Esta gente cosificaba a sus víctimas. Sentían la misma sensibilidad hacia ellos que yo cuando mato una cucaracha», ilustra.

Dentro de la Ertzaintza, Sagarna se convirtió en un símbolo. Hay agentes que no conocen los nombres de los ertzainas que fueron asesinados a manos de ETA, pero es difícil encontrar alguien que no sepa lo que pasó aquel día en Errenteria. Sagarna se convirtió, a su pesar, en el recuerdo vivo del horror, de una época en la que los ataques de kale borroka se repetían cada fin de semana y los funcionarios salían a patrullar sin el equipamiento adecuado y con la certeza de que tenían muchas posibilidades de sufrir una emboscada.

Muchos policías autonómicos habían sufrido antes ataques con cócteles molotov -en Errenteria, sólo unos meses antes, otro agente tuvo que tirarse al río para librarse de las llamas-, pero fue a partir de entonces cuando el Gobierno Vasco accedió a dotar de buzos ignífugos y botas a los patrulleros de Seguridad Ciudadana. Además de mejorar los medios materiales, la Policía vasca empezó a ocupar espacios urbanos donde «había cierta impunidad» y a luchar contra la kale borroka en lugares donde «hasta entonces no entrábamos». «Cuando pedimos trajes especiales después de que quemasen a un compañero nos dijeron que esas cosas eran para los bomberos. Pero con lo de Sagarna los compañeros explotaron porque no aguantábamos más», recuerda un mando de esa comisaría en aquella época.

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