La operación de import/export que Arnaldo Otegi simuló esta semana en Barcelona dio lugar al despliegue de la altanería y de los complejos que afectan al independentismo desarmado o en vías de serlo. El secretario general de Sortu quiso aparecer en Cataluña como el ... único líder político vasco que considera necesario importar a Euskadi la vía soberanista que Puigdemont, Junqueras y la CUP interpretan con no pocos desarreglos. Al tiempo que quería aprovechar la ocasión para exportar a Cataluña algo de las enseñanzas que puede ofrecer un experimentado «hombre de paz». Nada mejor que un político desinhibido para comerciar con la nada. Nada mejor para representar una transacción que no aporta beneficio alguno más que, si acaso, a la farsa de quien escenifica el trueque.
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Con su viaje Otegi no sumó, sino que restó enteros a la Cataluña soberanista. Porque al margen de la polémica generada por la recepción de la presidenta del Parlament, Carme Forcadell, al líder de la izquierda abertzale, algo pasó en la ciclotimia del 'proceso catalán'. Entre los independentistas que parecían necesitarle y quienes lo recibieron más por obligación que con admiración consiguieron hacer de menos la fortaleza del empeño, a cambio de que Otegi, y solo Otegi, glosara sus excelencias. La bienvenida al candidato de Sortu a ser lehendakari sonó a muestra de debilidad, a falta de amor propio para aquellos que confían en el 'derecho a decidir' pero no están dispuestos a pasarse de ingenuos. Era una visita inconveniente, incómoda y sobre todo inexplicable por el protagonismo que pretendía Otegi, convertido él mismo en causa plebiscitaria -Otegi sí, Otegi no- como si encarnara la prueba definitiva de la autenticidad soberanista. Si Otegi se sube a esto, yo me bajo. No lo compro. Que no vuelva a darnos su bendición. El público huye del patetismo de algunas puestas en escena. Los años de cárcel no sirven ni para despertar compasión.
Claro que hay una Cataluña soberanista acomplejada de siempre ante el ímpetu vasco; engañada sobre lo nuestro de aquí. Son quienes abominan del posibilismo pujolista de veintitrés años ininterrumpidos de gobierno convergente o, sencillamente, tratan de superar tal trauma obviando que los años de plomo y violencia de persecución en Euskadi representan un déficit moral muchísimo más grave que el déficit fiscal que lastra a Cataluña. El president Puigdemont recordando que Aznar mismo abogó porque sin violencia podría hablarse de todo, y recurriendo a la pregunta retórica de si de verdad se puede hablar de todo. Como si Otegi fuese el fiel de la balanza entre un sistema de libertad plena y otro diezmado. Otegi, el visionario, que habría descubierto antes que nadie de los suyos el sinsentido del terror, nada menos que treinta y tantos años después de las primeras elecciones democráticas.
La izquierda abertzale no ha osado adornar la ikurriña con una estrella situada, por ejemplo, en el centro mismo de nuestra bicrucífera. ¿Quizá porque considere que ésta es en sí misma una estrella? El detalle ha pasado desapercibido al nacionalismo catalán, al propio catalanismo, que ha asumido la 'estelada' como símbolo único de la nación en poco más de cinco años, cuando hasta anteayer su uso era minoritario. La 'estelada' se ha convertido en el fiel de la balanza. La injustificable prohibición de su uso mañana en el Calderón permitió al president Puigdemont consagrarla como símbolo democrático, como si en la 'estelada' concurrieran méritos superiores a los que representa la senyera institucional. La Justicia se ha inclinado de su parte, y ahora solo falta ganar la Copa del Rey para mayor gloria de la república catalana.
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Tanto los afanes comerciales de Arnaldo Otegi, haciendo que vende en Cataluña para ver si así logra que le compren más en Euskadi, como los postureos en torno a la estelada convertida en santo y seña de Cataluña constituyen una vuelta atrás en el tiempo. La escena cansa de tan reiterada, por mucho que la condena judicial del primero y la impugnación política de la segunda merezcan reproches más o menos severos. Ayer el otro líder de Sortu, su presidente Asier Arraiz, se despidió del Parlamento Vasco señalando que en un escenario político ya superado la izquierda abertzale -se sobreentiende- llegó a «deshumanizar al adversario» hasta que «nos deshumanizamos nosotros también». Arnaldo Otegi se limitó a señalar que el atentado de Hipercor en Barcelona «no debió ocurrir nunca», diluyendo responsabilidades en el sempiterno contexto, y a ese juego de palabras que su desinhibición le lleva de pasar de «hablar de las víctimas» a «hablar con las víctimas». Como si éstas estuviesen necesitadas de un ritual de redención dialogando con quienes esta semana han pasado por alto que ETA existe formalmente porque les estorba. Entre las manifestaciones de Arraiz y las de Otegi se describe todo el arco de retractaciones que ofrece la izquierda abertzale.
Arnaldo Otegi no ha importado nada de valor de Cataluña. Solo algunas imágenes, un par o tres de fotos y declaraciones laudatorias respecto a la 'vía catalana' que en ningún caso comprometen la política vasca o a la Euskadi foral, de Concierto y Cupo. Ni siquiera ha vuelto emplazando a los vascos a seguir el camino trazado por el independentismo catalán. Tampoco ve necesario enlazar su polémica visita a Cataluña con su candidatura a presidir el Gobierno vasco. No en balde, él fue siempre un adelantado de la política 'trilera', que se deleita con los despistes de los demás. Son legión quienes ya optan por evitar mencionarle, temerosos de servir a sus intereses publicitarios o de enredarse en los tejemanejes del mercader de la izquierda abertzale. Aunque cotiza al alza la eventualidad de que Arnaldo Otegi y Pablo Iglesias se encuentren en una pelea de gallos, de a ver quién es más descarado.
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