Venezuela se ha convertido en toda una metáfora de lo que le ocurre a la política española. La utilización de lo que pasa en aquel país como argumento electoral a este lado del Atlántico es un síntoma de agotamiento propio. Resulta más que discutible que ... la crítica al chavismo sea un instrumento útil de campaña para quien la emplee, a pesar de que comprometa la posición de Podemos e Izquierda Unida. La introducción del tema de Venezuela en el orden del día del Consejo de Seguridad Nacional de ayer llamó la atención no solo por la amplitud de materias sobre las que versa la actuación del Gobierno en funciones, y por el propio oportunismo de la iniciativa. Destacó sobre todo porque dio como resultado el encargo de un enésimo informe al respecto, cuyas conclusiones se eternizarán seguro. Lo significativo del caso es que la sobreactuación de Ciudadanos y del Gobierno del PP acaba exonerando de culpas y de responsabilidades a los dirigentes de Podemos en aquello que podrían haber acumulado por acción u omisión; por beneficiarse de fondos provenientes de un país en bancarrota económica, política y civil, o por eludir todo reproche a la situación de los derechos humanos en la República Bolivariana.
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Nos hemos acostumbrado a que se llame «oposición» a quienes salieron vencedores de los comicios legislativos de diciembre de 2015 y constituyen la mayoría parlamentaria en Venezuela. El Parlamento como oposición al Gobierno en el interregno entre el régimen de Nicolás Maduro y lo que resulte. Un régimen que fuerza hasta el extremo del autoritarismo más soez el cariz presidencialista de la Constitución bolivariana y su desarrollo en vida y tras la muerte de su muñidor, el teniente coronel Hugo Chávez. Pueden salvarse todas las distancias, pero si la condena del chavismo de Maduro no cuaja en España como causa electoral es porque también aquí hemos soportado y continuamos viviendo un interregno entre la mayoría absoluta del PP y su inercial presencia en el gobierno del país, que ha convertido al Congreso de los Diputados en la Cámara de la oposición a la que ningunea. La desfachatez propia impide enjuiciar como se merecen los abusos ajenos, sobre todo cuando se convierten en munición electoral. Es así como se pierde el mínimo juicio democrático al que han de atenerse todas las formaciones que concurren a las urnas en un sistema de libertad.
Esta semana hemos asistido a una diatriba que se sitúa fuera de toda razón, con Albert Rivera denunciando las vulneraciones de derechos en Venezuela y Pablo Iglesias sacudiéndose tal interpelación a cuenta de los desahucios en nuestro país. Hasta esta semana parecía que solo Nicolás Maduro y Diosdado Cabello osaban comparar las vicisitudes extremas que atraviesan millones de venezolanos con las dificultades que aquejan a los ciudadanos españoles. «España necesita un Maduro», ha llegado a proclamar el presidente de la República Bolivariana, tratando quizá de darle un doble sentido a la frase. Venezuela es el reino de la demagogia sin límites. Y la sinrazón recala en España cuando alguien como el líder que en las encuestas aparece en segunda posición de voto el 26-J -Pablo Iglesias- rehúye la cuestión equiparando la situación de inseguridad ciudadana, desabastecimiento, pobreza e incertidumbre que padecen los venezolanos con los problemas de nuestro país.
Esta semana se ha hablado de México, sus asesinados y desaparecidos, y de Arabia Saudí y su teocrático manejo de los hilos del Islam más radical e implacable para evidenciar las contradicciones en las que incurre la política exterior española y europea. Pero es imposible que tales encubrimientos puedan corregirse mediante otros encubrimientos, que se basan no ya en intereses insensibles al Mal, sino en una afinidad o condescendencia ideológica hacia un proyecto autoritario con afanes expansivos, cuya verborrea delata su estupidez. Hay jefes de Estado más malvados que Maduro en el orbe, que causan directa o indirectamente más muerte y destrucción que el presidente venezolano. Lo hacen además sin verse obligados a justificarse o a relativizar en qué medida sus actos u omisiones provocan tanto dolor. El heredero de Chávez estaría en el tramo medio de la ignominia global. Pero sin su censura ideológica es imposible proceder a la condena de aquellos regímenes que se ocultan tras intereses planetarios.
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Referirse a Venezuela o evitarla sirve para velar todas las demás cuestiones pendientes en una campaña que tiende a prolongar la frustración del 20-D. Pero aunque no haya acciones efectivas que acompañen a las declaraciones contra las más graves conculcaciones de derechos humanos en el ámbito internacional, es imprescindible que los pronunciamientos sean explícitos e inequívocos. Toda opción política que soslaye la condena de un sistema de poder arbitrario y ajeno al control democrático porque haya otro aun más execrable acaba concediendo carta de naturaleza al Mal menor a cuenta de la existencia de un Mal mayor.
La traslación a Venezuela de las cuitas domésticas más electorales provoca efectos paradójicos. Extiende la indulgencia hacia quienes consideran el régimen de Maduro la respuesta ineludible a las condiciones específicas de un país entre andino y caribeño, y presenta su condena como mero ardid de campaña contra el cambio que se anuncia 'de verdad'. En una semana Venezuela ha acabado amortizada como tema de la campaña electoral española. Mejor que se prescinda del caso hasta después del 26 de junio, incluso a riesgo de que las cosas se precipiten hacia lo peor en la cuna de Bolívar.
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