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DOBLE EXAMEN

En las elecciones de hoy no solo examinamos a partidos y candidatos, sino que ponemos también a prueba la calidad de nuestra propia condición ciudadana

José Luis Zubizarreta

Domingo, 26 de junio 2016, 11:36

Todas las elecciones son importantes. No entraré, por tanto, a compararlas y a decir que las de hoy lo son más que las anteriores. Pero, si no mayor importancia, sí tienen éstas características singulares que les confieren especial relevancia. Apenas haré mención del hecho insólito de que sean la repetición de otras anteriores y de que dispongamos, por ello, de mejores elementos de juicio para afrontarlas. Me fijaré, más bien, en la circunstancia en que se celebran. Tienen, en efecto, lugar en un momento de cambio que afecta profundamente a la estructura misma de nuestra representación política. Y es que no sólo nos toca votar en un modelo cuatripartito que ha sustituido al conocido bipartidismo anterior, sino que dos de los miembros de este modelo no se dejan ubicar en el esquema clásico de derechas e izquierdas que se nos había hecho tan familiar, resultando así más escurridizos y, por tanto, más difíciles de aprehender.

De otro lado, la crisis que creíamos estar a punto de dar por superada se nos ha reabierto de manera abrupta por la incertidumbre que acaba de crear la decisión del Reino Unido de abandonar la Unión Europea, ahondando el desconcierto en que ésta y todos sus miembros se encontraban desde hacía tiempo instalados. Se trata, en consecuencia, de unas elecciones en las que, por uno u otro motivo, nos va mucho más que la gobernación del país a lo largo de los próximos cuatro años y en las que nuestro voto adquiere el significado especial de elegir a quienes consideremos más solventes para gestionar la inquietante incertidumbre en que vive nuestro país junto con Europa entera. El reto es, pues, lo suficientemente estimulante como para sacudir la pereza que con todo derecho siente el elector por ser llamado de nuevo a las urnas.

Pero, con independencia de su mayor o menor importancia, las elecciones representan siempre un doble examen. Los ciudadanos examinamos a los partidos que a ellas se presentan y nos sometemos también nosotros mismos a prueba. En el examen de los partidos, los criterios de juicio están bien establecidos, aunque no sea fácil aplicarlos con acierto. En una primera parte porque de dos partes se compone, como diremos, el examen de los partidos, la calificación se pone en virtud de lo que cada uno de ellos ha hecho en el pasado y de lo que se propone hacer en el futuro, así como de la mayor o menor confianza que inspiran su honradez y su solvencia para llevar a cabo sus propósitos. De esto ha ido la campaña y nada hay de especial en estas elecciones que no haya sido ampliamente debatido en los últimos ocho meses.

Ahora bien, hay una segunda parte en este primer examen de los partidos en la que se califica, no las propuestas, la honradez o la solvencia, sino la capacidad que cada uno de ellos exhibe para actuar en el escenario que los electores han montado con sus votos. Es una calificación que los votantes sólo pueden dar de ordinario en unos comicios posteriores, porque la capacidad de maniobra postelectoral sale a la luz una vez que el voto ha sido ya emitido. Pero, por una de las singularidades que tienen las elecciones que hoy se celebran, el votante sabe ya desde ahora y puede juzgar por anticipado el mismo día de hoy cuáles son esa capacidad y esa disposición de cada partido para desempeñar esta compleja y decisiva gestión postelectoral. Y es que todos ellos tuvieron ocasión de abordarla tras los comicios del 20-D, y no todos se ganaron la misma nota. En éstas, a raíz del comportamiento que hace tan poco tiempo exhibió cada uno, los electores tienen la oportunidad que otras elecciones les niegan de juzgar también este importante aspecto de la conducta partidaria.

Finalmente, además de a los partidos, en las urnas nos sometemos a nosotros mismos a examen. Ponemos a prueba la calidad de nuestra condición ciudadana. Y, en esto, hay que partir descartando malentendidos. Resulta, en efecto, que, frente a la común creencia de que «el votante tiene siempre razón», éste puede equivocarse y, de hecho, se equivoca. Sin ir más lejos, hoy hay ya británicos que se han arrepentido del voto que emitieron el jueves. Y es que los votos van de voluntades y no de verdades. Expresan lo que se quiere y, en esa medida, deben ser escrupulosamente respetados, pero no tienen derecho a reclamar para sí la razón. Se precisa, por tanto, a la hora de votar, una sana dosis de humildad y reflexiva ponderación para, además de expresar lo que quiere, uno logre también acertar.

Para ello, el miedo, el enfado, el rencor o la mera indignación no son el mejor estado de ánimo. Puede a uno ocurrirle lo que al adolescente que, rebotado con su madre por sus continuas reprimendas, reacciona espetándole: «pues ahora, para que te fastidies, no ceno». Por tanto, a fin de no salir perjudicados por la propia decisión, resulta mucho más aconsejable sosegarse primero y ponderar después con sumo cuidado los proyectos de país que se nos propone, la sinceridad y honradez de quien lo hace y la solvencia que los equipos humanos de que éste dispone tienen a la hora de llevarlos a la práctica. De nuestro acierto tras esta reflexiva ponderación dependerá la nota con que se calificará mañana la calidad de nuestra ciudadanía.

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