Los diez votos fantasmas que afloraron el martes en la elección de la Mesa del Congreso representan, por el ocultamiento de su autoría y por su propia inutilidad, un signo desesperanzador respecto al ejercicio de una política más diáfana. El episodio confiere a sus protagonistas ... un papel de ridículo consentido. Les ha retratado avergonzados o jocosos, haciéndose los indignados o alentando un enigma que, a la postre, carece del mínimo interés. En ese parque infantil en el que en ocasiones se convierte el hemiciclo se ha escenificado una gracieta más. Esta vez el reglamento de la Cámara no sirvió para preservar la libertad individual de los electos al designar personas. Se empleó para inaugurar un nuevo código de señales que al parecer ni siquiera quienes lo usan son capaces de descifrar. De ahí el secretismo. Porque ni los diez votantes ni sus supuestos beneficiarios saben a ciencia cierta de qué fue el juego.

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Tras anunciarse de manera insistente que el país transitaba de las mayorías absolutas a gobiernos sustentados en el acuerdo multipartito, nos cuesta admitir que en realidad estamos abocados a la ya conocida fórmula de gobernar en minoría. Gobernar en minoría es el arte que ha practicado el PNV casi ininterrumpidamente ante la imposibilidad de que las fuerzas de oposición se pusieran de acuerdo para desalojarle del poder. Lo que solo ocurrió mediante el más que olvidado pacto entre los socialistas y los populares, de 2009 a 2012. Gobernar en minoría es, en el fondo, la alternativa más parecida a ejercer el poder con mayoría absoluta. La única diferencia está en la productividad de la legislatura. Gobernar en minoría es, en el fondo, lo contrario a una política de acuerdos. Porque a lo sumo éstos dibujan un panorama tan indeterminado -la conocida 'geometría variable'- que acaba dotando a quien está en el Ejecutivo de los atributos propios de la mayoría absoluta. Iñigo Urkullu culminará su primer mandato sin que nadie repare ya en que lo ha hecho en minoría.

Mariano Rajoy aspira a transitar de la mayoría absoluta al gobierno en minoría cediendo solo en aquello que le parezca residual. No porque se aferre por convicción a todas las políticas desarrolladas en la X Legislatura, en la que él presidía el Gobierno mediante delegación de funciones a favor de ministros que dejaron su particular impronta, como Wert, Ruiz Gallardón o Mato. Residual para Rajoy no es una medida legislativa u otra, una partida presupuestaria o una determinada resolución política. Residual para Rajoy es el papel que desempeñan los otros grupos parlamentarios tras el 26-J. No hay más que fijarse en la cadena de emplazamientos públicos que por ahora le aúpan hacia la investidura. Rivera conminando a Sánchez a que los socialistas se abstengan nada menos que poniendo en entredicho la función constitucional del Rey. Los populares advirtiendo a Rivera de que todo podría venirse abajo si no votan a favor de Rajoy en el primer intento. Los nacionalistas especulando sobre el incremento de su tarifa parlamentaria si el PP gobierna sin coaligarse con Ciudadanos. Y Ciudadanos temiendo acabar desairados por un Rajoy libre de marca.

La advertencia de que la investidura en ningún caso garantiza la gobernabilidad suena a perogrullada, aunque forma parte de la farsa del momento. Una vez asegurada la reelección como presidente de gobierno, Rajoy seguirá instalado en la continuidad que ha descrito entre la mayoría absoluta y la interinidad, como si en realidad no hubiese pasado nada turbador para los intereses del PP. Alguien que ha sobrevivido al señalamiento público y judicial del partido que preside a causa de una lista imparable de escándalos de corrupción, a una contestación social mayoritaria por los ajustes y reformas introducidos desde 2011, a una relación demoscópica entre aceptación y rechazo insostenible para cualquier mandatario occidental, y a una breve legislatura de cambio hacia la izquierda que vio pasar impertérrito, es perfectamente capaz de mantenerse cuatro años en el gobierno ante una oposición tan fragmentada como desnortada. Los vaticinios sobre una legislatura de solo dos años, o sobre el recambio al frente del gobierno no pasan de ser meras conjeturas.

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La necesidad común es la virtud que Rajoy esgrime como propia. En un país en el que se pierden diez votos y nadie se atreve a confesar su autoría es perfectamente lógico que alguien se postule para la presidencia del Gobierno advirtiendo de que no será él quien determine el tope de gasto de los presupuestos generales para el próximo ejercicio. Eso corresponde a Bruselas. Y a ver quién es el aventado que osa discutir una política económica prescrita desde la UE en pleno 'Brexit'. Todo lo demás formará parte del 'gobierno por delegación' al que es tan aficionado Rajoy. Ni hará suyas las políticas ministeriales ni reconvendrá nunca a sus titulares. Solo si las circunstancias llevan a éstos a dimitir podrá percibirse algún cambio de orientación.

Por lo demás la acción del gobierno en minoría se atendrá a la impasibilidad de su máximo responsable. Siempre contando con que la tramitación de los presupuestos recabe, por activa o por pasiva, la anuencia del Parlamento. Al fin y al cabo lo más parecido a la investidura es la votación del proyecto de Ley de Presupuestos Generales. Es suficiente con que cuenten con más votos a favor que en contra. Claro que la investidura exige el pronunciamiento a viva voz de las diputadas y los diputados, y la tramitación de los presupuestos delata a cada parlamentario.

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