Kepa Aulestia
Sábado, 3 de diciembre 2016, 09:04
La leyenda del país que iba a ser gobernado por el Parlamento se esfumó el miércoles. El presidente Rajoy respondió a Pablo Iglesias que su Ejecutivo aplicará solo aquellas resoluciones de las Cortes «que sea obligatorio aplicarlas». De modo que no bastará con que la ... oposición deje en evidencia la minoría en que se encuentra el Gobierno con iniciativas a la contra o con votaciones que promuevan la derogación de normas aprobadas en anteriores períodos legislativos. Una vez investido el presidente, el Ejecutivo resultante no puede ser objeto de una especie de 'moción de censura' parcelada que le obligue a obedecer a una alianza parlamentaria distinta a la que propició la designación de Rajoy. La única manera que las Cortes -en definitiva el Congreso- tendrían de imponerse ante el Poder Ejecutivo contra la voluntad de éste sería acordando leyes en positivo, alternativas a las vigentes o de nueva gestación. No es fácil que una hipotética sintonía entre el PSOE, Podemos, Ciudadanos y otros grupos dé para tanto. Sobre todo cuando en ese caso el presidente diría sentirse conminado a disolver el Parlamento y convocar nuevas elecciones.
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La posibilidad de una legislatura gobernada por el Parlamento la sugirió Pedro Sánchez tras el 20-D, durante aquel primer período de interinidad. Fue cuando el gobierno en funciones de Rajoy esgrimió que el nuevo Congreso no podía someter a control a un Ejecutivo que había emanado de la anterior legislatura. Doctrina política tras la que se escudaría como si se tratara de un principio legal inquebrantable. Las iniciativas legislativas quedaban deslucidas, cuando no invalidadas, en aquellos meses, sencillamente porque no se había investido un presidente. También por eso la designación de Rajoy proyectó la ilusión de que el nuevo gobierno iba a verse sitiado al hallarse en minoría. Nada más lejos de la realidad inmediata, que impone despejar el horizonte de las Cuentas Públicas en un Estado compuesto, con los socialistas en el gobierno de la mitad de sus autonomías.
La fragmentación y la falta de un rodillo parlamentario pueden dar más vida a las Cámaras. Pero no tanto como para que los grupos que no están en el Gobierno se crean capaces de dictar a éste lo que tiene que hacer. Y no solo porque se encuentran bajo amenaza de otra convocatoria electoral. Aunque la 'mayoría no gubernamental' pretenda poner al Ejecutivo ante sus propias contradicciones, es más fácil que éstas afloren en cada uno de los grupos de oposición y en la relación que mantienen entre ellos. Lo único que podría quedar en claro del vano propósito de cercar al Gobierno sería ver si la que por ahora es tercera fuerza parlamentaria -Podemos- consigue hacerse con el segundo puesto del ranking demoscópico. Pero eso mismo desbarataría la ilusión de un Gobierno en apuros.
El Gobierno se ha visto obligado a desdecirse al aceptar la subida del salario mínimo interprofesional en un 8%. Pero es absurdo suponer que la medida constituye una victoria del Parlamento y, en particular, un éxito de los socialistas, cuando en realidad es ese Gobierno en minoría quien ha roto de nuevo el cerco para abrirse paso hacia la inexorable aprobación de los Presupuestos Generales. Formalmente las Cuentas Públicas son obra del Poder Legislativo pero, pase lo que pase, es impensable que dejen de serlo del Gobierno Rajoy. A no ser que ni haya Presupuestos ni quede legislatura.
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El parlamentarismo no puede ganar terreno frente al Ejecutivo mediante maniobras tácticas de uno u otro grupo, ni siquiera con la concurrencia puntual de todas las fuerzas de la oposición. El equilibrio de poderes es siempre desigual. Mucho más cuando el presidente puede amagar constantemente con la búsqueda de otro equilibrio, más favorable al Gobierno, a través de las urnas.
Montesquieu no legó una solución infalible ante las distintas situaciones que pueden darse en las democracias parlamentarias. Lo único que sabemos es que, gobernando en minoría con la amenaza de disolver las Cortes, Rajoy es el intérprete último de la Ilustración.
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