El vicepresidente segundo del Gobierno lo habría añadido a su larga lista de hechos que probarían la «anormalidad democrática» en que, según él, el país está instalado. Y, en verdad, sólo de anormal cabe calificar el hecho de que, a ocho días de elecciones tan ... relevantes como las que se celebraron el pasado domingo en Cataluña, la atención pública se haya centrado, no en sus resultados y trascendentales efectos, sino en la crisis que el escrutinio ha desatado en el último de la fila. Pero, por anómalo que sea el hecho, no sería justo endilgárselo a la ya demasiado sufrida democracia. La anomalía, que lo es, se explica mejor por la torpeza de los propios actores y los intereses de unos medios que encuentran en la extravagancia su manjar preferido. Y, para extravagante, nada como la pata de banco con que salió el partido aludido para escabullirse de su fracaso electoral y desviar la atención hacia una medida tan peregrina como la de convertir su sede en el chivo expiatorio sobre el que cargar la corrupción. No es en el inmueble, sino en los muebles que lo habitan y que la mudanza se lleva consigo, donde se oculta la carcoma.

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He dicho corrupción. Y era inevitable mencionarla en los momentos actuales en que la lenta, pero terca, acción de la Justicia vuelve a hurgar en un pasado que ninguna alfombra ha logrado ocultar. Como reza el Dies irae, «todo lo oculto saldrá a la luz ese día». Y no procede escudarse, como hace Pablo Casado, en la ilusión de que, «en política, las hipotecas no se heredan», cuando ocurre lo contrario. Es precisamente en la política donde con mayor tenacidad persiguen al presente las deudas del pasado. Más que deshacerse, por tanto, de la sede, lo procedente habría sido afrontar la paradoja de renegar de un pasado sin el que no habría presente, pues quedaría éste sin apoyo en que sustentarse. Por eso, la ruptura de toda continuidad, para seguir siendo lo que se era, es algo de lo que, en política, la historia apenas tiene noticia de que se haya dado alguna vez con éxito.

Y, sin embargo, por razones que van más allá de la corrupción, sólo algo similar a la ruptura total con el pasado es lo que parece pedir el Partido Popular. No es, en efecto, sólo un pasado de corrupción sistematizada lo que lo lastra. Junto a éste, carga también con otro en el que la desconexión respecto de la realidad del país, tanto en lo que se refiere a la coyuntural crisis pandémica, de la que se ha desentendido, como a lo estructural, lo ha dejado desnortado. No es así extraño que le hayan surgido, a derecha e izquierda, rivales que le disputan, no ya la hegemonía electoral, sino incluso la representatividad misma de un electorado al que le cuesta reconocerse en él. Y no son los rivales la causa, sino el efecto o, al menos, el síntoma de esa conexión rota con su propio cuerpo social. Atrapado en el problema que le plantea una corrupción de cuyas secuelas no logra librarse, y obsesionado con los rivales más que con el sentir de sus representados, el PP ha ido perdiendo el rumbo mientras se arrastraba. Los vaivenes en que ha oscilado en la relación con sus rivales –yendo y viniendo de la colaboración al enfrentamiento sin razones que lo explicaran– son la mejor prueba de la desorientación que ha marcado la corta etapa del nuevo liderazgo, más preocupado por ejercer el control interno que por remendar desgarros. Y, si así ha sido hacia adentro, hacia afuera ha actuado, tal y como prueban los últimos procesos electorales en Euskadi y Cataluña, como un partido anclado en un país que no es ya hoy el que un día fuera y que presenta nuevas demandas que ni siquiera comprende.

Difícil arreglo el de esta situación que desborda la capacidad de reacción de quienes llevan las riendas del partido y que es, en parte, el reflejo de la incierta andadura que el país entero ha comenzado a recorrer. El andamiaje construido en la Transición se ha demostrado más fácil de desmontar que de reemplazar por otro nuevo. Y ello afecta, no sólo al PP, sino a todo el sistema. He ahí la anomalía o el déficit, no de la democracia, sino de quienes se han encargado de gestionarla sin percatarse de qué tienen entre manos.

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