Aprendices de brujo
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Al independentismo las huestes que ha formado se le han ido de la mano y la oposición es incapaz de actuar con la lealtad que exigen las políticas de Estado |Independencia, autodeterminación, sentencia del Supremo y políticos presos, motivos alternativos de movilización del independentismo, han pasado a segundo plano. Contra lo que aquél planeaba, los disturbios violentos acaparan las primeras páginas de todos los periódicos y la apertura de los informativos de todos los medios ... audiovisuales. Mal negocio para un movimiento que quería situar en el día después del fallo el inicio de otra ola de presión y desprestigio sobre el Estado tanto en el interior como más allá de sus fronteras. La violencia, que el independentismo siempre había proclamado ajena, se ha colado en el debate social y la opinión pública ha quedado secuestrada por ella. Contemplando la dramática espectacularidad que la televisión se encarga de transmitir noche tras noche, a la gente le va a resultar muy difícil distinguir entre los alborotadores «infiltrados» y los que se consideran la vanguardia más aguerrida de un movimiento que siempre ha alardeado de pacífico.
Se veía venir. La explosión de violencia callejera a la que estamos asistiendo no sorprende. Es, más bien, el último tramo en un camino cuya trayectoria podía haberse previsto -o temido- desde el principio. Tras el éxito de la manifestación de 2010 contra la sentencia del Constitucional sobre el nuevo Estatut, y, más que nada, la de la Dìada de 2012, el independentismo institucional vio que la movilización popular era la fuerza de choque que ayudaría a llevar a término su proyecto político. Sólo hacía falta activarla, de un lado, con discursos que mezclaran ilusión con victimización y ponerla, de otro, en manos de organizaciones sociales afines. Pero éstas, de mediadoras, acabaron pronto incorporándose al núcleo duro de la planificación estratégica y dirección política. Las instituciones chocaban con límites que una sociedad organizada podía impunemente traspasar. Llegó así un momento en el que los términos de la relación de dependencia se invirtieron y los que habían nacido seguidores se erigieron en líderes. Partidos e instituciones se quedaron atrapados por el empuje y el mayor margen de maniobra de unas organizaciones que habían interiorizado el discurso al pie de la letra y estaban decididas a ponerlo en práctica a cualquier precio. A los aprendices de brujo la escoba les salió mandona. No se precisa, por tanto, recurrir a infiltrados para explicar la actual explosión de violencia. Basta con pensar en quienes, al oír que hasta el neomoderado de la actual política catalana califica la sentencia de «salvajada», se sienten invitados a responder también ellos de modo 'salvaje'. Por no mencionar a Torra.
Así planteada la cuestión, resulta descorazonador observar las reacciones de los partidos estatales y, más en concreto, del que aspira al relevo. En un primer análisis, parecería que el ambiente electoral justificara actitudes que no están a la altura de la emergencia en que el país supuestamente se encuentra. La cosa no es, sin embargo, coyuntural, sino que tiene raíces más profundas. Se remonta, creo yo, a aquel momento fundacional en que se disolvió en este país el concepto de 'Políticas de Estado' y todo entró a formar parte de la contienda partidista. Fue cuando Aznar le espetó al ministro Corcuera en su despacho que no esperara ya que la política antiterrorista quedara fuera de la disputa entre partidos. En ella entró de lleno y, desde entonces, nunca ha salido. Rajoy acusó a Zapatero de «traicionar a los muertos» cuando éste expresó su decisión de abrir contactos con ETA para acelerar su final. Hoy, cuando la inquietud ciudadana se centra en Cataluña, Pablo Casado vuelve la mirada hacia Sánchez y el Gobierno central para sacar un incierto provecho en las urnas.
Las Políticas de Estado, por ser tales, las marca el Gobierno y la oposición debe adherirse a ellas, a no ser que sean manifiestos disparates. Las discrepancias se expresan en privado y se callan en público. El presidente del Gobierno ha marcado en este asunto de Estado una política que, discutible como todas, no es disparatada, sino, prudente y razonable. El orden público en Cataluña es competencia de la Generalitat y la coordinación policial está siendo, a juicio de los que entienden, ejemplar. El disparate consiste en debilitarla, proponiendo, en vez de lealtad, medidas igual de discutibles y mucho menos razonables. En políticas de este tipo, el Ejecutivo merece contar con un extra de confianza por parte, sobre todo, de la oposición que aspira a ser gobierno. A cambio, se encuentra con otro aprendiz de brujo.
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