Las barbas del vecino
ANÁLISIS ·
El escrupuloso respeto institucional y la máxima eficacia funcional son los mejores antídotos contra la réplica entre nosotros de lo que ocurrió en el CapitolioANÁLISIS ·
El escrupuloso respeto institucional y la máxima eficacia funcional son los mejores antídotos contra la réplica entre nosotros de lo que ocurrió en el CapitolioNo estará fuera de lugar, en el contexto de política doméstica en que este artículo se edita, centrar la atención en el que sin duda ha sido el acontecimiento de la semana, por mucho que haya sucedido más allá de nuestras fronteras. Me refiero, como ... es fácil de adivinar, a la insurrección que, por instigación, directa o indirecta, del presidente de la nación, tuvo lugar el pasado miércoles en el Capitolio de Washington. El hecho, por lejano, no nos es ajeno. Si hacemos nuestras sus celebraciones, aficiones culturales y gustos de consumo, no podremos sustraernos a la influencia política de un país que se erigió desde su fundación, como ya previera Tocqueville, en foco de irradiación de usos y convenciones democráticas. Tomémoslo, pues, si no como modelo, como espejo.
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La democracia es, como advirtió el presidente electo, Joe Biden, en uno de los mensajes que dirigió a la nación mientras se desarrollaban los disturbios, un sistema débil, que precisa de cuidado activo y permanente. No hizo sino constatar lo que todos veíamos: el Ágora global secuestrada por los bárbaros. Digamos, quizá mejor, que, aun cuando la democracia fuera fuerte, su fortaleza descansa sobre una base externa a ella misma que la constituye y sostiene: la voluntad popular. Sin la confianza ciudadana, la democracia sólo puede subsistir negándose a sí misma, mediante el autoritarismo y el uso de la fuerza. Por esa interdependencia, los hechos de Washington, además de sobre sus autores, plantean una pregunta sobre el sistema y su funcionamiento. Fueron la expresión más extrema de algo que ha comenzado a verse desde hace algún tiempo en otros países occidentales, en los que el vínculo que mantiene unidas ciudadanía y democracia se ha debilitado o incluso amenaza con romperse. Al cansancio de la gente parece haberse sumado un cierto agotamiento del sistema. No todos los que asaltaron el Capitolio eran, en efecto, activistas ideologizados, revolucionarios profesionales o fanáticos de variada laya. Había, sin duda, entre ellos excluidos que no reciben del sistema los beneficios que creen merecer y de los que otros, a su juicio menos dignos, abusan. No encuentran en la democracia nada que les reporte provecho.
Es en este terreno abonado de descontento y desencanto es en el que siembra su semilla el populista ávido de poder, el agitador antisistema o el poseso de idea única. Basta con regalar oídos de reales o supuestos agraviados y exacerbar sus sentimientos victimistas para que asuman la promesa del retorno al edén del que alguien los ha expulsado. 'America great again'. Trump ha sido el más conspicuo y atrabiliario ejemplo de esos caracteres, pero otros muchos pululan por nuestros sistemas, a los que, por desgracia, sólo se los reconoce una vez que se han ganado el desencanto de sus fieles o la reacción de quienes no descubrieron a tiempo sus propósitos. Su arma, además de la manipulación de los excluidos y la indiferencia de los acomodados en el sistema, es la polarización de la política, la conversión del adversario en enemigo y la confrontación entre los nuestros y los suyos. Se fijan así adhesiones inquebrantables y exclusiones arbitrarias. Frente a ello, la democracia, que gusta del diálogo, se nutre de la transacción y persigue el entendimiento, aceptando la discrepancia, se halla desarmada y muestra su debilidad más extrema, hasta el punto de que, si aquel otro esquema se impone, desfallece y, al final, se extingue.
Toca, pues, reflexionar. Y, pasadas la indignación y la condena que merece lo ocurrido en Washington, más vale que lo hagamos en serio por la cuenta que nos trae. Los tiempos son en extremo delicados. La pandemia y la crisis socioeconómica pueden producir efectos contrarios: o estimular lo mejor del sistema en favor de la eficacia y el consenso o provocar las peores reacciones de desconcierto y enfrentamiento. Sólo la combinación de un escrupuloso respeto institucional y máxima eficacia operativa podrán asegurar que la democracia dé lo mejor de sí misma. En este empeño, a la ciudadanía toca, en vez de cruzarse de brazos, detectar, denunciar y abandonar al demagogo y al populista; a los políticos, en lugar de azuzar la polarización y el frentismo, esforzarse en cuidar con esmero las instituciones y adoptar medidas eficaces que preserven la salud de los ciudadanos y les devuelvan el nivel de bienestar perdido. Del desempeño de ambas responsabilidades dependerá la fortaleza o la debilidad de nuestra democracia.
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