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El escándalo que ha provocado la elección de los cuatro vocales del Tribunal Constitucional que corresponden al Congreso tiene tantos aspectos e implica a tantos agentes, que resulta difícil analizarlo en detalle. Vayamos, pues, a ello sin preámbulo, comenzando por el método. Tanto en el ... caso del CGPJ como, con mayor razón, en el del TC, por tener éste asignada en exclusiva al Gobierno la designación de dos de sus vocales, la elección de los que al Congreso competen no debía haber sido planteada entre la presidencia del Ejecutivo y el principal partido de la oposición, sino conducida por la de la Cámara y los distintos grupos parlamentarios. No ha sido así. Se ha producido una intromisión del Ejecutivo en la labor del legislativo y reducido a la práctica irrelevancia una Cámara cuyo prestigio está ya bastante debilitado. La negativa de los grupos a participar en la votación ha de tomarse, pues, como una protesta. Mal, por tanto, la presidencia del Gobierno por su extralimitación y peor la del Congreso por su sumisa inhibición.
Viniendo a los agentes del proceso, despachemos primero el papelón jugado por quien tan interesadamente se ha prestado al enjuague: el tal Arnaldo. Si el «reconocido prestigio» es calidad cuya carencia comparte con otros de los vocales elegidos, poniendo ya en duda su común idoneidad, la falta de ejemplaridad en su comportamiento personal y profesional habría debido aconsejarle renunciar a la elegibilidad. Su empecinamiento, tan desvergonzado como vergonzoso, ha ensuciado el órgano para el que, con la nariz vergonzantemente tapada, ha sido elegido. Se le recordará cada vez que, en los pocos casos en que no haya de abstenerse o no sea recusado, la sentencia que aquel emita deba cargar para siempre con el estigma de su firma. Indecoroso, pues, por su parte y degradante para un órgano que lleva tiempo echando a perder su bien ganado prestigio.
El papel jugado por el partido que ha propuesto al personaje y comprometido la dignidad de su socio en la elección no sorprende ya a nadie. El acto es un ejemplo más de la desfachatez con que esa fuerza política viene comportándose en cuestiones que, hasta hace poco, se consideraban de Estado. Si algo llama en este caso la atención, es la turbia astucia con que ha endilgado a su ocasional acompañante la ignominia de su acción. Tras su infamante proceder, todos fijaron la vista, no en lo que había hecho el PP, sino en cómo reaccionaría el PSOE. Como si de aquel nada bueno se esperara, mientras que este estaría sujeto a juicio de moralidad. Es lo que ocurre con el chantaje. La carga de la prueba se transfiere de quien lo ejecuta a quien lo sufre.
Pasando, pues, al PSOE, malamente ha tratado de defender su comportamiento situando el asunto en términos de «mal menor» y rebajando su condición ética al nivel de mera facticidad pragmática. El «bien superior» sería, en el supuesto más benévolo, la superación de la anómala situación en que se encontraría el TC. Pero esta suerte de «por la paz una avemaría» que implica tal argumentación no es convincente. Practicidad y eticidad no son comparables. Se rigen por criterios cuya validez y fuerza persuasiva se mueven en dos planos distintos. No podrá decidirse, por ello, si la puesta en marcha de un órgano supuestamente paralizado constituye un «bien superior» -o siquiera «un bien»-, cuando ha de lograrse a costa de su dignidad y decoro. Viene a la mente Weber, pero sea anatema quien pronuncie su nombre en vano para ocultar sus vergüenzas. Y, aunque sólo sea por citarlo, ¿qué decir de UP? Esta izquierda nunca se ha llevado bien con la relación entre medios y fines.
A esta duda sí tuvieron que enfrentarse los diputados del PSOE. Para sacarlos de ella o, mejor, para que ni se les ocurriera darle entrada, el partido recurrió, reconociendo la debilidad del argumento del «mal menor» o «bien superior», al más efectivo de la disciplina, es decir, al argumento de no hay argumento. Pero hubo quien recordó el artículo de la Constitución que dispone que «los miembros de las Cortes Generales no estarán ligados por mandato imperativo». A la disciplina prefiere este tipo de diputado la deliberación dentro del grupo parlamentario y, en última instancia, la libertad que confiere el acta electoral, personal e intransferible. Son dos modos de verlo. El segundo debilita el poder del partido, pero fortalece la viveza del Parlamento. Por él optó Odón Elorza, dando, además, como ningún otro, la cara. Si no la dignidad de la Cámara, dejó con ello a salvo la suya propia. Bravo, pues, por Elorza. Y mal por quien se atreva a castigarlo con multa inmediata o deposición diferida.
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