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El dramatismo con que Pedro Sánchez se ha pronunciado estos días sobre la viabilidad del 155 responde a la necesidad que tiene de obtener el 10-N una ventaja que se antoja imposible. Es lo que ocurre con la 'crisis catalana'. Pedro Sánchez se mostró ... más transparente que nunca cuando advirtió de la falta de cohesión de una alianza de gobierno con Unidas Podemos en vísperas de la sentencia del procés. Su veto a Pablo Iglesias se debió fundamentalmente a ese temor, y llegó a situar al líder morado al margen de quienes defienden la democracia. Hace una semana, Sánchez empezó a blandir el 155 y, más tarde, la Ley de Seguridad Nacional, hasta asegurar que el Gobierno en funciones, aun con las Cortes disueltas, estaría en situación de intervenir la autonomía catalana. Al socialismo plurinacional, paciente y receptivo a los votos que pudiera recibir del independentismo para la moción de censura o para la investidura, le sucede ese otro socialismo del 'Ahora España', decidido a impedir que una nueva efervescencia secesionista le complique las cosas el 10-N. Sánchez lleva ya una semana de campaña en toda regla, cuando sus competidores se limitan a atender una agenda mucho más tímida. En una semana ha logrado fijar la hipótesis, la posibilidad e incluso la probabilidad de que su gobierno acabe actuando a fondo sobre Cataluña. Una imagen hecha de palabras que, seguramente, no requerirán de actuaciones materiales. Porque de lo que se trata es de sugestionar a un público entre harto y aburrido con la existencia de una amenaza que solo podría atajarse desde la continuidad de Sánchez en la Moncloa. De manera que esta vez la 'crisis catalana' no beneficie electoralmente a las derechas, sino al socialismo de Sánchez. La única opción capaz de pendular entre el 'encuentro de Pedralbes' con Torra, y una eventual citación de urgencia a Casado y Rivera para la aplicación del 155 en funciones.
La 'crisis catalana' está amortizada. Tanto respecto a sus efectos sobre el comportamiento electoral en el resto de España, como sobre las ventajas que le suponga al independentismo en su conjunto. Pero si bien su incidencia sobre el escrutinio del 10-N puede acabar neutralizada, es seguro que complicará la aritmética parlamentaria posterior. La sentencia que la Sala Segunda del Tribunal Supremo emita dentro de diez días, descartada la absolución de los acusados, generará más disgusto que contestación en amplios sectores de la sociedad catalana. Pero el reiterado anuncio del mazazo judicial ha desactivado ya todo efecto sorpresa en cuanto a la recepción de la noticia y en cuanto a la respuesta consiguiente. No es casual que los grupos políticos y las entidades concernidas sean incapaces de adelantar los términos de su reacción, en medio de sus desavenencias. Sencillamente porque saben que, dictada la sentencia, deberán darse prisa para atenuar en lo posible la suerte que depare a los condenados y, al mismo tiempo, procurar el mayor rédito electoral y postelectoral en torno al 10-N. Sánchez está obligado -por razones institucionales y por motivos partidarios- a prevenir lo peor. Pero el dramatismo con que se ha pronunciado estos días nada tiene que ver con los hechos que puedan desencadenarse en Cataluña, y mucho con las elecciones en las que necesita sacar una ventaja que se antoja imposible.
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