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La elección de representantes populares en las instituciones es algo así como el acto fundante del sistema democrático. Sin elecciones, la democracia no es el gobierno del pueblo. La participación se considera, por ello, el instrumento fundamental para su legitimación. De ahí, la importancia de las campañas electorales, así como de los actos que las preceden y ambientan. Su objetivo no es sólo, ni siquiera sobre todo, reunir adeptos para este o aquel partido, sino lograr que el electorado se active y exprese, acudiendo a las urnas, su aceptación del sistema. El ruido que en torno a ellas se arma para llamar la atención, crear ambiente y estimular el voto tiene mucho en común con las fiestas populares, cuyo éxito o fracaso también depende de la participación de la gente y que vienen igualmente precedidas de actos de ambientación, como la lectura del pregón, la colgadura de banderolas y el estruendo de las fanfarrias. Son las dos, elecciones y fiestas, acontecimientos que se mantienen vivos gracias a la participación de la ciudadanía.

Pues bien, toda esta incitación al voto es lo primero que va a echarse a faltar en estas elecciones del 12 de julio, cuya campaña comenzó, sin actos de precampaña y de manera un tanto desangelada, a las cero horas del pasado viernes. Sabíamos que los comicios llegarían, tras la congelación de su convocatoria para el 5 de abril, pero nuestra atención no estaba puesta en ellos. Y distraer la atención pública respecto de lo que hoy la preocupa sobremanera y llamarla hacia los problemas de la gobernación autonómica normalizada va a resultar obstáculo difícil de superar. He ahí, por tanto, la más urgente e importante tarea de los partidos.

La pandemia del coronavirus, con los estragos en salud pública y la devastación económica que ha producido, sigue siendo el foco de atención ciudadana. Incluso las decisiones más rutinarias de la vida, como podrían ser, en esta época del año, las que se refieren al destino y duración de las vacaciones, y no digamos aquellas de mayor relevancia, como son las que tienen que ver con la protección de la salud, la búsqueda de empleo, la escolarización de los hijos o, en casos más extremos, el mantenimiento de la vivienda y la búsqueda del sustento, están todas afectadas por la persistencia de una amenaza que no acaba de desaparecer del horizonte.

Estos efectos más directos y acuciantes de la pandemia, con lo que suponen de acaparamiento de la opinión pública, han tenido otra secuela colateral que contribuye a desviar aún más la atención que merecen unos comicios de carácter autonómico. La declaración del estado de alarma y, con ella, la implantación de un 'mando único' han retenido nuestra mente orientada hacia los debates que se producían y a las decisiones que se tomaban fuera de nuestro ámbito territorial. Por mucho que el lehendakari se haya esforzado en marcar distancias y salvaguardar las prerrogativas del autogobierno, el hecho es que la atención pública ha permanecido secuestrada durante este período por lo que ocurría en las instituciones centrales. Incluso ahora, superados ya el mando único y la alarma, y recuperado el ejercicio pleno de nuestras facultades autonómicas, nuestra mente continúa centrada en los debates del Congreso y en las decisiones del Ejecutivo central. Tras el batacazo de la catástrofe, la reinstauración de la normalidad y la reconstrucción de todo el país siguen acaparando nuestra atención e imponiéndose a los particulares de nuestra campaña.

Ocurre, además, que esos grandes problemas, desde los relativos a la sanidad hasta los económicos e institucionales, rebasan en gran medida la capacidad de acción de una comunidad autónoma. Y, al no poder sobreponerse a ellos los propios de nuestro ámbito territorial, la campaña en favor de la participación deberá desarrollarse en terreno ajeno y a contrapelo de las circunstancias. Lo que importa ahora nos desborda y lo que hace tres meses importaba ha quedado sepultado en el olvido. En tales condiciones, la creatividad que habrían de desarrollar los partidos para promover la participación también sobrepasará sus capacidades, con lo que aquella quedará al albur de la inercia. La fuerza de atracción que, quién sabe por qué, todavía conservan las urnas será el único resquicio de esperanza que quede.

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