La decisión de conceder o denegar el indulto a los condenados en el juicio del procés es, por ley, un acto de Gobierno. Se adopta en el espacio político-administrativo que le es propio. No podría entenderse, por tanto, caso de que se adoptara en ... contra del dictamen del TS, como la corrección hecha por una instancia jurisdiccional superior. Por idéntica lógica, el dictamen del tribunal sentenciador, aunque preceptivo, no es vinculante. En la disparidad de criterios entre ambos poderes –Ejecutivo y Judicial–, ninguno de los dos habría ofendido al otro. Cada cual habría cumplido, mejor o peor, con su función. Sea esto dicho con el fin de situar la cuestión en sus justos términos.

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Otra cosa es que el dictamen judicial pueda tenerse por no emitido. La ley no prevé actos superfluos. Sus criterios han de tomarse en consideración a fin de atenerse a los principios que la ley impone de «justicia, equidad y utilidad pública». De otro modo, la discrecionalidad se convertiría en arbitrariedad. Hasta tal punto es esto así, que, caso de promoverse recurso contra la decisión gubernamental eventualmente tomada, el caso versaría sobre si aquella fue motivada o arbitraria. Los criterios defendidos por el TS se esgrimirían entonces como test evaluador.

Desde esta perspectiva, las declaraciones del presidente del Gobierno no han sido afortunadas. Descalificar por «revanchista y vengativa» la postura de quienes se oponen al indulto o poner éste como única expresión posible del espíritu de «concordia» pervierte la discrecionalidad, que se convierte esta vez en obligatoriedad. Es una actitud dogmática que no da cabida a la discrepancia que la propia discrecionalidad implica por su carácter prudencial y evaluativo de los discutibles pros y contras de la decisión. Como acto no estrictamente reglado, sino orientado por los principios antes citados, el indulto se halla abierto a contradicción y requiere explicaciones que lo justifiquen. Y descalificar no es explicar. Como tampoco lo es, a la contra, recolectar firmas o concentrarse.

A estas alturas, hágalas o no explícitas el presidente, resultan fáciles de adivinar las motivaciones de una eventual decisión favorable. La más obvia es la necesidad que el presidente tiene del apoyo de quienes se beneficiarían de ella para mantenerse en el cargo y dar continuidad a su Gobierno. Nada reprobable en ello. La estabilidad del gobierno ha de juzgarse un bien a preservar, sobre todo, en las circunstancias actuales. Tiene, sin embargo, en su contra que, al formar sus beneficiarios parte imprescindible del conglomerado que sostiene al Gobierno, el indulto podría considerarse autoindulto, cosa taxativamente prohibida, que difícilmente pasaría la prueba ante un tribunal.

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Por eso, más consistente sería la segunda motivación de la «utilidad pública» del indulto en cuanto medida pacificadora de la conflictiva situación catalana. Nadie puede decir categóricamente que tal motivación carezca de consistencia. La flexibilidad resulta, a veces, más efectiva que la firmeza. En su contra tiene, en cambio, que la parte beneficiada no ha dado señal alguna de que el generoso gesto ablandaría la dureza de sus posiciones. Más bien, lo ha despreciado por insuficiente, cuando no por insultante, al implicar reconocimiento del delito y afectar sólo a la pena. El «lo volveremos a hacer», junto con la amnistía y la autodeterminación como exigencias irrenunciables, convierte la buena voluntad del gesto en vacua ingenuidad. Ningún ademán ha hecho hasta ahora el independentismo catalán que haga prever la eficacia de una medida tan controvertida en el foro jurídico, el debate político y el sentir popular. Con ese talante, las cesiones resultarían más contraproducentes que eficaces, en tanto en cuanto estimulan, más que sacian, la demanda.

En tales circunstancias, la concesión del indulto a los condenados por el procés denotaría, más que valentía, temeridad. Lejos de abrir un debate sosegado sobre un asunto de tamaña importancia, exacerbaría el enfado de los muchos ciudadanos ya descontentos con el Gobierno y minaría el ánimo de quienes, hasta el momento, se le han mantenido fieles. El propio Partido Socialista podría acabar abierto en canal. Y es que el conflicto catalán ha desbordado de tal modo los límites de la racionalidad que son quienes tan torpemente lo plantearon los que deben dar ahora la primera señal de estar dispuestos a reconducirlo hacia términos políticamente manejables. Tal sería el requisito para un indulto pacificador.

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