Elogio del miedo
ANÁLISIS ·
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ANÁLISIS ·
El temor puede resultar eficaz como buen sucedáneo de la solidaridad, que, en momentos de crisis, escasea hasta convertirse en virtud excepcionalCómo no vamos a tener miedo! Por mucho que las autoridades se esfuercen por exhortar a la calma, lo que a la gente le llega de todas partes la llena de alarma. No son sólo las fake news que cualquiera con criterio es capaz de ... desechar. Ni siquiera la sobreinformación de los medios. Son, sobre todo, las medidas que gobernantes de otros países han adoptado o están adoptando para contener la difusión del Covid-19. Frente a ellas, tan drásticas, las que en nuestro país habían estado adoptándose parecían tibias y timoratas, propias de quienes hubieran apostado por la estrategia del «no alarmar» como el mejor medio de evitar males mayores. Pero las mismas cifras que de la difusión y afectación del virus hacen públicas cada día nuestras propias autoridades desbaratan su bienintencionada estrategia y nos sumen, a su pesar, en la inquietud y desasosiego que dicen querer evitar. Resulta, en efecto, difícil mantener la calma, si, cada mañana y cada tarde, se da ocasión de contrastar la rapidez de expansión del indeseado huésped con la aparente ineficacia del esfuerzo que hacen, para contrarrestarla, nuestros nunca suficientemente reconocidos equipos sanitarios.
Quizá sea, por tanto, más acertado que predicar la calma y ahuyentar el miedo sacarle a éste su lado más positivo. Y es que, siempre que se mantenga por debajo del nivel del pánico, el miedo puede ser, en situaciones de crisis, más eficaz que una calma despreocupada. Esos bravucones que desafían el riesgo y desoyen las instrucciones de expertos y autoridades no transmiten ninguna calma. Bobos los llamaban en mi pueblo. Calma transmiten esos otros, tenidos por pusilánimes, que exhiben actitudes de respeto y acatamiento. El miedo nos hace más cuidadosos con nosotros mismos y más atentos con los demás. Sea, pues, bienvenido, aunque sólo fuere porque actúa de sucedáneo de la solidaridad, que, en tiempos de crisis, propicios al «sálvese quien pueda», es virtud heroica y excepcional. Cabe, por tanto, preguntarse si la alarma que provocaría una pronta aplicación de medidas radicales y drásticas no sería menos alarmante que la que de hecho provoca su dilación.
Viene esto a cuento de esa actitud que se ha detectado en nuestros gobernantes de medir gestos y palabras con el fin de evitarnos sensaciones de alarma. A algunos de ellos se los ha visto andar con pies de plomo a la hora de aplicar medidas incómodas, anunciándolas siempre con retraso y a cuentagotas, en un exceso de prudencia que no parece, en principio, el más apropiado en tiempos de crisis. Cierto que es precisamente en esos momentos cuando las medidas que se barajan resultan más arriesgadas y sólo pueden verificarse en su eficacia a posteriori, lo mismo que resulta muy complicado, por mucho experto que lo aconseje, dar con el grado exacto de mesura o radicalidad que la realidad requiere. La incertidumbre de lo desconocido desconcierta. Pero, dicho esto, tampoco cabe ocultar que, a lo largo de la crisis y, sobre todo, en sus primeras semanas, nuestras autoridades han titubeado en exceso e ido por detrás de lo que la realidad demandaba, arrastrados por los acontecimientos en vez de anticipándose a ellos. Quizá es que no querían alarmar. O quizá que ellos también sienten miedo. Un miedo distinto, por cierto, del que la gente tiene, porque es el miedo específico del político, cuando debe enfrentarse al dilema de proponer o no medidas que, aunque necesarias, incomodan al electorado. Este miedo, en vez de estimular, paraliza.
Si éste fuera el que ha hecho tan tímidos y pacatos a nuestros gobernantes, yo les aconsejaría que en adelante, en vez de titubear, optaran por adoptar con valentía y rapidez las drásticas medidas que la gravedad de la crisis requiere. Y es que ese elector al que temen está ya tan curado de espanto, y tan curado también de la alarma que la realidad le crea, que aceptará resignado, y hasta de buen grado, cualquier incomodidad que le impongan, con tal de que se vea pronto liberado de la inquietante pesadilla que lo abruma y tiene de los nervios. Así que, declarado, por fin, aunque, tarde y a remolque, el estado de alarma, no cabe ya demorar las medidas que ese marco permite. «Lo que has de hacer hazlo pronto», reza el dicho evangélico. A no ser que alguien, pensando más en lo que pueda afectar a la economía que en la salud de la gente, tenga, como Groucho Marx principios, otro dicho alternativo que ofrecer: «The economy, stupid»
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