El independentismo catalán ha acabado cautivo de su propia espiral. La dialéctica establecida en septiembre de 2012, cuando Rajoy se negó al ‘pacto fiscal’ con la Generalitat, y Mas salió de la Moncloa convocando elecciones autonómicas, provocó dos efectos paralelos: un incremento inusitado del independentismo y la radicalización del nacionalismo catalán. En muy pocos meses se dejó de hablar de catalanismo. La autonomía parecía superada. Y el entusiasmo soberanista inicial dio paso a la perspectiva de una vía unilateral para la constitución de un estado propio en forma de república. El pospujolismo institucional se volvió independentista, la opción plebiscitaria se hizo mayoritaria en el Parlamento y fuera de él, y los equívocos entre el derecho de decisión y la desconexión final movilizaron a miles y miles de personas durante cinco años, conformando una corriente que los dirigentes independentistas se encargaban de interpretar de manera unívoca. La espiral inicial de un secesionismo insistente que apelaba a soluciones pactadas desde lo que consideraba una posición de fuerza -la movilización permanente- y se topaba con la impasibilidad de Rajoy, hacía de la indignación un fenómeno que incrementaba la desafección de ciudadanos que nunca habían sido independentistas. Sin embargo, durante esos cinco años, el voto directo y la mayoría de las encuestas mantuvieron la adhesión social al independentismo por debajo de la mitad de la población.
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El propio Oriol Junqueras advirtió de que el independentismo no contaba con la masa crítica suficiente para hacer valer el procés de manera unilateral e inmediata. Pero como la premisa fundamental del movimiento era eludir sus límites, desdeñarlos, o pensar que los superaría a base de tenacidad, las reflexiones preocupadas sobre la suerte de la aventura no tenían lugar. Eran centrifugadas. Aunque la negación del principio de realidad no solo se ha referido al cuenteo de las propias fuerzas respecto a las expectativas suscitadas. El gran error de cálculo del independentismo ha sido suponer que la espiral victimista era una fuente inagotable de razones y adhesiones a sus postulados. Que cada procedimiento judicial abierto despertaba un nuevo caudal solidario hacia la causa de la república propia; que la injustificable violencia empleada por las fuerzas policiales el 1-O serviría para justificarlo todo en el independentismo; que cabía estirar de la legitimidad soberanista hasta el infinito, para seguir confrontándola con la legalidad.
Hay una discusión interminable en cuanto a las culpas y responsabilidades que han concurrido en el asunto, casi en términos morales. Pero los excesos y defectos del Gobierno central no son suficientes para explicar las reacciones que ha provocado el independentismo hoy dividido y hasta caótico, sin capacidad alguna de erigirse en alternativa fiable. El independentismo catalán ha generado desazón y división en el seno de la sociedad catalana; incluyendo en las últimas semanas la frustración de miles de personas que llegaron a creer en el advenimiento de una república propia. Empezó por reactivar a la otra parte de la Cataluña democrática, silente pero igual de tenaz que la independentista en su adscripción a una identidad diversa. De ahí que nunca pudiera desbordar electoralmente a las opciones no independentistas. La epopeya acabó el jueves pasado, cuando se evidenció que no hay un proyecto unitario independentista, y que su sector más radical no está dispuesto a socorrer a los ya herederos del pospujolismo.
Pero junto a la activación de los catalanes que no se sienten catalanes, el independentismo ha logrado reverdecer el nacionalismo español en el resto del país. No solo como una corriente reactiva frente al secesionismo catalán; también como una ola que puede afectar al desarrollo del Estado de las autonomías y a las posibilidades que el autogobierno vasco explore en su seno. Una vez movido el avispero de las identidades, la espiral se vuelve totalmente incontrolable. Una vez incitado a los jueces a intervenir en cuestiones que debían dirimirse en el ámbito de la política, el independentismo se ve entre rejas y no sabe más que explotar las oportunidades de un victimismo al límite. Sin querer percatarse de que ya se le ha hecho tarde.
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