Le sobrarán al vencedor halagos. No me sumaré, pues, a ellos. Más pertinente me parece la palabra que ayude al perdedor en la tarea de aceptar la derrota y reconocer los hechos sin camuflarlos en excusas. La misma noche electoral se pudo ver cuán difícil ... es sustraerse a esta práctica. Ábalos, en nombre del PSOE, e Iglesias, en el suyo propio, cayeron en ella en lugar de asumir, como primer paso para una difícil recuperación, la dura realidad que todos estábamos contemplando.
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El Secretario de Organización del PSOE echó mano, como acostumbra, de la excusa más simple y burda. La del «yo no he sido». Pero el engaño que no engaña no es astucia, sino estupidez. Para librar al partido de la derrota, trató de atribuírsela a su federación madrileña. Lo que dijo de palabra había venido precedido del gesto. Nadie de Ferraz o Moncloa tuvo el detalle de acompañar al candidato en el duro trance de dar explicaciones. Abandono tanto más mezquino cuanto que era del saber general que fue desde los aparatos gubernamentales desde donde se había diseñado la estrategia de campaña electoral que llevó al fracaso. Se cargó sobre un desmañado y descolocado Gabilondo, cual chivo expiatorio, el dislate que ideó quien cometiera la indignidad de querer manejarlo como a un títere. Ni quien se dejó hacer ni quien lo hizo están libres de culpa. Ni habrán evitado que las miradas de todo el mundo se dirijan al lugar del que pretendían desviarlas: la Presidencia del Gobierno.
Por su parte, fue precisamente la del «chivo expiatorio» la estratagema que Pablo Iglesias ideó para escamotear su rotundo fracaso. ¡Él, que había sacrificado su cómodo cargo para bregarse en la lucha contra el fascismo! Le disculpa, en lo de la estratagema, el hecho de que no habrá frecuentado las páginas del Pentateuco, en cuyo libro del Levítico se describe con perfecta precisión el rito del mencionado chivo. Carga éste con los pecados que no son suyos, sino de la colectividad, mientras que son los que el líder de Unidas Podemos ha cometido los que lo han condenado a la huida a que se ha visto forzado o que, quizá, desde hacía tiempo buscaba. Porque ha sido un abultado cúmulo de soberbia, de insufrible sentimiento de superioridad intelectual y moral, de constante aleccionamiento profesoral y de continuos virajes e incongruencias de palabra y de obra lo que ha hecho de Iglesias un obstáculo de su causa y un estímulo de la ajena. También por eso, más que digna despedida, ha parecido una huida.
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