Centraré mi análisis en el debate televisivo del miércoles, el primero y último de la campaña de Madrid. Lo más sorprendente fue la benevolencia con que lo trataron los medios. Diríase que, a quien ha estado tiempo comiendo bazofia, hasta el rancho cuartelero le sabe ... a gloria. Y es que, habituados como estamos a las cutres trifulcas del Congreso, hemos constatado que las televisiones han logrado imponer más respeto que el Parlamento. No fueron tan frecuentes los insultos ni tan gruesos los improperios, y los contendientes se atuvieron, mal que bien, al guion que dictaban los moderadores. Pero sería en exceso generoso calificar el debate con algo más que un raspado aprobado.
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Algo quedó, en cualquier caso, claro. La polarización entre bloques no sólo se mantuvo incólume, sino que alcanzó mayor grado de petrificación. Si acaso, se volvieron las tornas. Mientras que lo que había dado en llamarse trifachito o trío de Colón apareció agrietado por la mutua malquerencia que dejaron traslucir Cs y Vox, los tres de la izquierda se presentaron esta vez a la ciudadanía más compactos que lo que su reciente trayectoria hacía temer. Sabían que salvarse o hundirse era cuestión mancomunada. Y, cuando algún roce surgió entre ellos, como en el caso de la fiscalidad, enseguida lo obviaron con un «hablando lo superaremos». Asumido este bibloquismo, la cuestión no era ya qué partido entre los seis ganaría, sino cuál de los dos bloques quedaba excluido. Impedirle a uno el acceso al poder o echarlo al otro de él era el objetivo. Y no está mal pensado desde la perspectiva electoral, porque la polarización, trasladada de la política al electorado, piensa más en términos de echar al enemigo que de hacer ganar al amigo. En tal sentido, Vox e Iglesias se erigieron en los polos más extremos e identificables de animadversión. Lo cual, aunque ayude a los bloques, perjudica a su respectivo líder, en cuanto que lo envuelve en el rechazo. Nadie votará a Ayuso o a Gabilondo porque vaya en el lote junto con Vox o Iglesias, mientras que son muchos los que dejarán de hacerlo por esa misma razón. Es el precio a pagar para hacerse uno con el poder y el lastre a soportar una vez que con él se ha hecho. Lo sabía muy bien Gabilondo.
Aparte de esto, que no es poco, el debate adoleció de escasa calidad. Abusó de datos y cifras en la misma medida en que careció de ideas. Dos observaciones merecen hacerse a este respecto. Una, que, siendo los datos y cifras, en unos casos, veraces y, en otros, de los llamados alternativos, cada televidente podía quedarse con los que más le gustaran, como corresponde a estos tiempos de la posverdad. Y es que, aun cuando parezca mentira, los datos y las cifras son, en esta era, lo más fácil de manipular y, por ende, lo menos útil para convencer. Sirven sólo para afianzar la fe del converso. La otra observación, que su exceso aturde más que aclara. Lleva tanto tiempo el ciudadano empachado de datos y cifras acerca de la pandemia, que no soporta que lo atosiguen con más.
Y, por fin, una nota que afecta a la política tanto como a la ética, la estética y los sentimientos humanos. No estuvo bien o, por mejor decir, resultó escandaloso el uso que se hizo de los muertos como argumento para la confrontación. Sólo uno de los contendientes se libró de ello. No usaré la cruel y demagógica expresión de que se los tiraron unos a otros a la cara. Sólo diré que a quienes han tenido que llorarlos los habrán hecho revivir el dolor de su pérdida y quizá la rabia por el modo en que ésta se produjo. Pero, además de éticamente perverso y estéticamente repulsivo, el argumento no sirve para cosechar más votos. Queda siempre en la ciudadanía, incluso en los momentos de máxima confrontación, un poso de humanidad que la lleva a considerar mezquino hurgar en esa herida. Las responsabilidades están además muy repartidas, y quienes a ellas apelan deberían andarse con más tiento por la cuenta que les trae. No resulta tolerable, ni útil siquiera a efectos electorales, que, ahora que la letalidad de la pandemia ha remitido, se desentierren las más antiguas e impactantes muertes de su inicio. Fue éste el gran error que bastaría para descalificar el debate entero. Ocurrió el miércoles. Pues bien, desde el viernes, sin debates, todo ha comenzado a ser muy distinto y mucho peor.
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