HISTORIA, MEMORIA, VIDA
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El sintagma «memoria histórica» adquiere su correcto sentido si el adjetivo prevalece sobre el sustantivo y la historia endereza los sesgos y desvíos de la memoriaSecciones
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Análisis ·
El sintagma «memoria histórica» adquiere su correcto sentido si el adjetivo prevalece sobre el sustantivo y la historia endereza los sesgos y desvíos de la memoriaLo mucho que aún queda por hacer en orden a reparar los ultrajes infligidos a las víctimas y a las instituciones democráticas por la dictadura franquista no debería empañar la relevancia histórica de la exhumación de los despojos del dictador, tras cuarenta y cuatro años ... de mora, del mausoleo en el que se exaltaba su memoria. En el evento se han implicado además los tres poderes del Estado. El Legislativo con sus normas, el Ejecutivo con sus decisiones y los tribunales con sus sentencias lo han situado así por encima de rencillas partidistas. Por ello resulta más incomprensible el desdén que han mostrado los partidos de la derecha con la débil excusa de excluirlo de las «auténticas preocupaciones de la gente», como si la dignidad de la democracia no les importara ni a ellos ni a amplios sectores de la sociedad. En cuanto al momento, la gestión de los tiempos es una de las funciones más complejas de la política. La elección de uno u otro suele resultar tan criticable como plausible.
El evento da, en cualquier caso, pie a múltiples reflexiones. A mí se me ocurren tres que vienen a cuento. Me refiero al distinto papel que en cuestiones como la que nos ocupa desempeñan la historia, la memoria y la vida real. Por comenzar por la primera, nuestra Guerra Civil y la prolongada dictadura que la siguió han sido objeto de abultada historiografía. Si de ellas se ocuparon durante el franquismo, sobre todo, los hispanistas anglosajones, a ellos los ha acompañado, desde los años ochenta del siglo pasado, una pléyade de competentes historiadores autóctonos. De todos ellos ha resultado, por huir del maleado término «relato», una narración consistente que ha dado razón cabal de los hechos, aunque no haya implicado, por supuesto, la total desaparición de alternativas de carácter desviacionista y de escaso prestigio. Y es que la historiografía tiene a su favor su alta permeabilidad interna. Gracias a esa abierta disposición de una disciplina que aspira a ser científica, la contradicción entre escuelas y autores ayuda a depurar errores y hace confluir opiniones en corrientes consolidadas de doctrina. La objetividad de los hechos acaba imponiéndose a la subjetividad del historiador. Así ha ocurrido en este caso.
No ocurre lo mismo con la memoria, que es eminentemente subjetiva. Además, por tratarse precisamente de una guerra civil y de sus consecuencias, es una memoria escindida. Una, mayoritaria, ha bebido del relato, esta vez en su sentido más maleado, que durante cuatro décadas logró imponer el establishment. Se trata de una memoria pública con pretensiones de ortodoxia. Otra, minoritaria, ha crecido en círculos de transmisión privada, de carácter familiar o grupal, clandestina y siempre sospechosa de disidencia. La confrontación entre ambas, más que a la convergencia, contribuye al enquistamiento. Y es que, por su carácter subjetivo, cada una ha entrado a formar parte de la personalidad de quien recuerda. Renunciar a ella o hacerla empatizar con la otra supone desprenderse de algo de uno mismo y, en una de ellas, pecar de deslealtad hacia esos círculos de intimidad familiar o grupal que la han legado en herencia. Pero, al mismo tiempo, la renuncia y la empatía vienen también exigidas por la misma honradez íntima y personal. Todo el mundo sabe que la memoria es, de por sí, selectiva y engañosa, hasta tramposa y traidora, y ha de tenerse a raya y sometida a escrutinio y crítica constantes, porque tiende a jugar a favor de quien recuerda. De la complejidad de gestionar memorias encontradas, de la lentitud y laboriosidad del proceso, estamos aprendiendo mucho en Euskadi tras nuestro trauma, menor del que aquí nos ocupa, de un prolongado terrorismo.
Y así, si la historia ha de conocerse para no repetirla, el apego a la memoria puede correr, en cambio, el riesgo de invitar a revivirla. Al aferrarnos a ella por lealtad a quienes nos la inculcaron o a nuestra propia intimidad, queremos devolverla a la vida y, en el extremo, ponernos nosotros mismos en el lugar de quienes nos la transmitieron. Así proliferan hoy esos reproches de franquismo y antifranquismo que se retroalimentan. Los nietos trasponen a la vida real los recuerdos de las «hazañas» que sus abuelos padecieron. Nadie mejor que el recientemente fallecido Santos Juliá advirtió del peligro: «El pasado es pasado, y es preciso conocerlo en la misma medida en que es necesario no quedar atrapados en sus redes. Porque, en definitiva, hoy no es ayer». Aunque la memoria nos empuje, en ocasiones, a creerlo.
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