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Pocas veces, por no decir nunca, había sido un acto parlamentario descalificado con epítetos tan denigrantes como la moción de censura que, promovida por Vox, se debatió en el Congreso esta pasada semana. Políticos y medios volcaron sobre ella los términos más agrios y despectivos ... que hurgar cabe en el diccionario. Astracanada, farsa, extravagancia, mascarada, esperpento, despropósito o frivolidad fueron algunos de los más sonados. Merecidos, sin duda. Pero el único que del adorno literario saltó al austero rigor institucional fue el presidente del Gobierno que, en su última intervención, osó pronunciar la hasta entonces maldita expresión que mejor define, desde el punto de vista político, lo que ocurrió en el hemiciclo estos ya históricos días 21 y 22 de marzo de este aciago 2023. Lo llamó, con tanta precisión como desprecio, «fraude constitucional», y no otra cosa es lo que el Congreso perpetró, sin inmutarse, en esas tan desdichadas fechas para nuestra democracia.
Ocurrió, sin embargo, que la acertada calificación no tuvo las consecuencias que de ella habría cabido esperar. Desechada quizá por extemporánea la negativa a su toma en consideración, la fraudulenta iniciativa habría merecido un trato a la altura que exigía tanta bajeza institucional. Y es que, si bien la formalidad con que la sesión se celebró era obligada, la atención que desde todos los ángulos se le dispensó fue tan exagerada, que hizo parecer que fuera el evento más relevante de la legislatura. Con todo, más allá de esa nota circunstancial, fue la actitud que los partidos adoptaron lo que acabó por desmentir los términos que el presidente había usado para descalificar el evento. Pues, si lo que el Congreso estaba perpetrando era la consumación de un acto fraudulento, la postura coherente habría sido la denuncia y la condena compartidas por todos aquellos que, a juzgar por los epítetos que emplearon en sus intervenciones, coincidían con la reprobación que Sánchez había expresado. Únicamente ésa habría sido la actitud que tocaba adoptar para responder al desafuero del que, sin embargo, todos terminaron por aprovecharse en beneficio propio.
Así fue, en efecto. Contra toda lógica y coherencia, los mismos que, con mayor o menor fervor, habrían de oponerse o abstenerse a la hora de votar, dedicaron sus discursos, en vez de a descalificar de plano la moción, a vomitar agrias diatribas contra sus rivales políticos, tuvieran o no algo que ver con aquélla, y a utilizar así el fraude para beneficio electoral de su farisaico escándalo. El primero de todos fue, sin duda, quien, tras haber definido acertadamente el evento, no vaciló en aprovecharlo para, abusando de su prerrogativa legal, extenderse en un uso desmesurado de la palabra, pronunciar tres tediosos discursos de obsceno cariz electoral y promover a la categoría de adjunta en su ticket a quien considera imprescindible en futuras alianzas para repetirse en el Gobierno. Tampoco tuvo la designada el tacto de reprimir su impaciencia electoral, sino que prefirió derramarla en un prolijo alegato tan improcedentemente hiriente con el silente candidato como empalagosamente obsequioso con su jefe y sus colegas. Ni se libraron, por fin, del bochornoso espectáculo quienes se acogieron a la abstención, no en señal de reproche institucional, sino con el solo propósito de disimular su vergonzante complicidad con los promotores del acto. El resultado fue el esperable: reparto amañado de victorias y derrotas con la sola intención de hacer verdad la idea virgiliana de que «gana quien parece que puede ganar». Y ganadores siempre parecen los nuestros.
Pero nadie ganó y, menos que nadie, la calidad de nuestras instituciones. Y, pues de perdedores ha de hablarse, habrá que mirar, por seguir con Virgilio, a esos náufragos que, tras el general naufragio, aparecen braceando en el vasto piélago, uno aquí y otro allá, en busca de la roca a que abrazarse. Son, en este caso, los que integran el llamado espacio a la izquierda de la izquierda del PSOE y que, con la ocurrencia egoísta del presidente de designar a su adjunta en el ticket electoral, amenazan con hundirse en la confusión y bracean desesperados en un sálvese quien pueda sin saber exactamente a qué peñasco agarrarse. Pero de esto, de la batalla, digo, entre Podemos y Sumar o, más precisamente, entre Pablo y Yolanda, tocará hablar el próximo domingo, cuando aquella tendrá ya en su mano el relevo que el presidente le entregó y acelerará el paso, con o sin Podemos, hacia su ansiada victoria.
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