Semana, esta, de importantes acontecimientos en Europa. El Reino Unido decidió el jueves su destino político para los próximos cuatro años y hoy lo hace la República Francesa. Los británicos oscilan esta vez entre acercamiento y alejamiento respecto de las pautas electorales del Continente. Inauguran, ... de un lado, la presencia en la Cámara de una extrema derecha a la europea, aunque típicamente extravagante, y consuma, de otro, un brusco giro hacia una izquierda templada y no doctrinaria frente a la derechización del resto de Europa. Por su parte, Francia se esfuerza por escapar de los extremos que la tensan y librarse del inquietante fantasma de una ultraderecha en crecimiento que amenaza con hacerse con todo el poder político del país. Sea cual sea el resultado de las elecciones, ese fantasma, de no tomar cuerpo en las de hoy, sólo habrá sido conjurado hasta las próximas y continuará turbando la política de Francia y, por extensión, la de toda Europa.
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Centrándonos en esta última, el extremismo derechista se extiende por la Unión como una mancha de aceite y avanza a la velocidad a la que merman las corrientes moderadas de derecha e izquierda. Y, si bien en cada país se revela con rasgos propios, en todos comparte genes con un nacionalismo insolidario y un integrismo reaccionario. Es como si la historia hubiera dado un volantazo de 180º y se empeñara en repetir las guerras culturales y sociales que ya sólo sobrevivían en los libros. La marea no se detiene además ante fronteras que hasta hace poco eran infranqueables. El centro y el norte de la Unión están siendo invadidas por ella con la misma virulencia con que se ensañaba antes en los países mediterráneos.
La alternancia que ha gobernado Europa desde la posguerra parece que haya comenzado a dar signos de cansancio y perdido el pulso de una sociedad que se le escurre entre los dedos sin que siquiera se percate del cambio que la ha sacudido: la socialdemocracia, ensimismada y adormecida con su acrítica conciencia de superioridad moral, y la derecha liberal, entregada a las corrientes más individualistas y egoístas del nuevo capitalismo. La primera ha fragmentado su sentido de pertenencia a una gran comunidad en cerradas identidades no del todo convergentes y la segunda ha olvidado lo más comunitarista y solidario de su larga tradición cristianodemócrata. Su capacidad de entendimiento ha derivado además en una rivalidad a duras penas conciliable. Para colmo, de uno y otro flanco se han desprendido hijuelas que han heredado lo más radical y disruptivo de sus respectivos orígenes.
Enfrentadas a estos hechos y a una sociedad abandonada a su suerte, sólo han sabido reaccionar con cordones sanitarios que se esfuerzan en vano por impedir la expansión de sus extremos o mediante políticas defensivas que renuncian a otras innovadoras y propositivas, capaces de retener la adhesión de sus antiguos militantes y seguidores. Como si la vertiginosa velocidad del cambio científico, tecnológico y social que se ha producido durante su sueño las hubiera despertado tan desorientadas como sus adeptos, presos ahora del resentimiento hacia quienes fueron sus guías y entregados a quienes les ofrecen la revancha por su abandono. Tránsfugas o desertores de una batalla que dan por perdida.
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Quiero referirme a algo que, en este país nuestro, reproduce ese mismo acomplejado talante defensivo. El nuevo lehendakari ha cambiado de criterio y decidido nadar a favor de corriente y excluir de su ronda de consultas a Vox, con su enano 2% de representación. No respeta, dice, el «marco ético» ni «los valores democráticos y derechos humanos» que los demás partidos comparten. ¿De verdad todos los comparten? Sorprenden tanta incoherencia con el pasado y tanta arbitrariedad en el presente. Pero, viniendo a lo funcional, mejor sería permitir que la extravagancia se delatara mostrando sus dislates que dejar que crezca ofreciéndole el nutriente de su victimización. No acabamos de asumir lo poco que sirve la política de un cordón sanitario hasta su negación para detener a la extrema derecha. Cortesía parlamentaria obliga y, contra lo que parece creerse, ni exculpa ni contamina.
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