Si usted, amable lector, espera encontrar en estas líneas alguna explicación de lo que está ocurriendo estos días en la política del país, le aconsejo ... que no siga. Sólo perdería el tiempo y acabaría decepcionado. No va esto de explicaciones. Por ahí circulan análisis de todo tipo que le darán, si usted lo desea, magníficas teorizaciones sobre quién mueve los hilos o trama las estrategias. Pero, puesto que yo también me he tomado la molestia de leerlos, me atrevo a prevenirle sobre la impresión que me han causado. Pecan de un exceso de pretendida racionalidad, cuando, si algo cabe decir de cuanto ocurre, es que es tan absurdo, que no hay por dónde cogerlo. Las explicaciones presuntamente racionales que ofrecen, o bien caen en arbitrariedades conspirativas inverificables, o bien beben de fuentes contaminadas por intereses personales o partidistas, o bien nacen dañadas en origen por la adhesión de sus autores a algún bando.

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Por esa razón, he preferido quedarme en lo descriptivo y apuntarme a la tesis de que nada hay de fuste en lo que ocurre. Estamos, más bien, ante iniciativas impulsadas por una mezcla de aprendices de brujo, asesores de tres al cuarto y políticos intrigantes, que toman a los anteriores por clarividentes augures que prevén el futuro y magos capaces de recrearlo a su conveniencia. El resultado es que, movidas las piezas del tablero, nadie sabe, al recogerlas, quién ha dado jaque mate ni quién ha perdido la partida. Aquel primer movimiento de Murcia, en el que quienes parecían ganadores han salido perdedores, provocó otro en Madrid, que creó tal desbarajuste en la región y en todo el país, que hasta los promotores de la movida querrían echarse atrás y hacer que las cosas volvieran a su estado previo. Lo que se creía previsión no era sino improvisación y lo que se tenía por acierto de brillantes estrategas era sólo frivolidad de enredadores que confunden la política con trucos malabares o fintas de trilero. Encerrados entre cuatro paredes, nunca miran a los ojos a la gente, a la que creen poder manipular como a muñequitos de videojuego.

La gente no está, sin embargo, para juegos. Y no voy a apelar al tópico de la pandemia, que tiene a la gente incapacitada para pensar en nada que no sea cómo sobrevivir. La pandemia es, a estos efectos, un añadido a la sensación de hartazgo que viene ya de lejos respecto de la banalidad en que, de un tiempo a esta parte, ha caído la política del país. Provoca esa reacción de 'sólo-nos-faltaba-ahora-esto' que colma el vaso de la desafección y el aburrimiento. Esa es la razón de que a la gente le resulte tan indecente que la trifulca sobre mociones de censura, disoluciones de cámaras, elecciones anticipadas o recursos judiciales haya desplazado a las noticias más cercanas y que más le interesan sobre vacunaciones, apertura de establecimientos, confinamientos, expectativas de recuperación, escolarización de los hijos, paro y tantas otras que forman parte de sus preocupaciones .

La sola mención a la pandemia en este contexto podría tomarse como recurso demagógico con que se pretende desprestigiar la política que está practicándose. Pero son también otros problemas que se consideran de índole estrictamente política los que se escamotean a la opinión pública mediante estos trucos y fintas que los malabaristas de la política emplean. Ahí está, por ejemplo, el olvidado conflicto catalán, que amenaza con recrudecerse tras la formación del Govern, o las disensiones internas en la coalición del Gobierno, que, además del negativo efecto que causan, corren el riesgo de perturbar, en interacción con el conflicto catalán, no sólo la gobernabilidad, sino incluso la estabilidad general del país. Si eso es lo que quiere ocultar tanto aficionado metido a político, quizá debería pararse a pensar si no va a ser al final ese abuso de tacticismo el tiro por la culata que desbarate sus planes y desenmascare su ineptitud. Nada se perdería. Dejarían hueco que puedan ocupar políticos de verdad como los que en tiempos no tan lejanos pudimos conocer en este país.

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