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El envejecimiento iba entrando con dificultades en la agenda de las instituciones. La sostenibilidad del vigente sistema de pensiones sigue en entredicho ante las reivindicaciones de los jubilados. El proyecto de Ley para la despenalización de la eutanasia pasó a tramitarse en el Congreso el 11 de febrero. Nadie podía pensar que un mes después, decretado el Estado de Alarma, la gente mayor iba a tener que mirarse en el espanto de tantos fallecidos en residencias. Los desafíos asociados al incremento de la esperanza de vida, el futuro de la Seguridad Social y la ética de la eutanasia han sido durante años esas cuestiones que cada generación de políticos tiende a endosar a quienes vengan después. Nadie podía imaginar que, de pronto, los actuales gobernantes tendrían que enfrentarse sin dilaciones a un reto tan enorme y global, que presenta a los mayores de 65 años como el sector social más vulnerable.
Y menos que un coronavirus que desaparece con agua y jabón pudiese empujar a los mayores de 85 fuera del grupo de náufragos a los que está en condiciones de asistir nuestro sistema de bienestar. Al principio de la epidemia los mayores tenían motivos para suponer que las medidas de contención estaban ideadas en especial para su protección. Pero la alarma que supuso descubrir que en una residencia de Madrid habían fallecido veinte personas indefensas ante la epidemia, y las limitaciones hospitalarias que obligan a los facultativos al estrés comprometido de priorizar atenciones e ingresos en las UCIs, han hecho que los mayores 'de la cuarta edad' tengan motivos para verse en los márgenes de la sociedad. Para ellos 'lo socio-sanitario' es todavía un eufemismo.
El vicepresidente segundo del Gobierno, Pablo Iglesias, se refirió a la «guerra de todos contra el coronavirus» en la 'teleconferencia' con los responsables autonómicos de servicios sociales. Pero ya se sabe que las contiendas prescinden de los viejos, procediendo a la leva de los jóvenes. El presidente Sánchez se aferró al «sesgo de retrospectiva», que nos hace creer que unos días atrás sabíamos todo lo que conocemos hoy. El reproche puede ser pertinente en cuanto a la evolución de la pandemia. Pero en ningún caso respecto a la situación de las residencias de mayores, y a los mayores como víctimas propiciatorias de cualquier mal contagioso. Sería materia de una discusión posterior a que se atenúe la crisis ver en qué medida el Covid-19 ha puesto en evidencia la presunción de que existe un «modelo vasco de bienestar». Pero es indudable que precisará de una revisión crítica, a no ser que nos apuntemos a la tesis de que Euskadi debe regresar al momento anterior al primer contagiado de Wuhan.
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