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Mi padre era mecánico. Acababa de comprar una grúa. Tenía un taller en propiedad en Irun y dos locales en alquiler». Ángela empieza así a contar la historia de Ángel Rodríguez Sánchez, que murió asesinado por ETA el 3 de mayo de 1984. Ella tenía 13 años, su hermano mayor 15 y el pequeño, de 9, «iba a hacer la comunión ese fin de semana».
Estos días se han cumplido 40 años desde aquel martes que lo cambió todo. A eso de las diez y media de la mañana, una persona llamó al taller, se identificó como viajante de comercio y pidió una grúa. Dijo que había tenido una avería en Ventas de Irun. Era una trampa. Dos etarras del comando Otxobi le esperaban. Huyeron con el coche que usaron de cebo después de cambiarle las placas. Fueron detenidos y condenados en 1986.
Su madre comenzó a preocuparse al ver que no regresaba a la hora de cierre del taller. «Un vecino le llamó al taller porque vio la grúa con la puerta abierta y la radio puesta. Subió mi hermano mayor con la bicicleta y allí se lo encontró».
Ángela recuerda que aquel día, cuando regresó del cole, había un gran revuelo en el portal de su casa y las puertas del taller estaban cerradas. «Todos estaban mirándome. Había un montón de gente en las escaleras y nadie me decía nada. Llegué a casa y lo primero que me contaron es que a mi padre le había atropellado un coche. Me fui a mi cuarto y puse la tele y, aunque vinieron corriendo a apagarla, así me enteré». Al hermano pequeño decidieron no contárselo. Sólo lo supo «años después» por su cuenta. «A mí no me dejaron ir al entierro». En su casa decidieron contener el dolor no hablando del tema.
El hermano pequeño no celebró la comunión en la fecha señalada. «La hizo en julio y para mí fue uno de los días más tristes de mi vida. Verle ahí solito...». Le duele recordarlo.
«Nuestra madre nos preguntó si queríamos marcharnos a Badajoz, donde teníamos familia. Le dijimos que no y le pareció bien. Fue muy valiente porque, para ella, habría sido más fácil» contar con el apoyo de algunos allegados. «Estuvimos solos, solos, solos», lamenta. «Para mi madre, el mundo se acabó. Sólo lloraba, suspiraba y trabajaba sin parar. Estuvo once años vistiendo de luto». La mujer había perdido una hija muy pequeña antes que a su marido y se rompía al admitir que «lo primero lo pude superar porque estaba él y esto no puedo».
La situación económica no era fácil. «Mi madre se mataba a trabajar. Era modista y trabajaba también en una casa. A los 18 años nos quitaron la pensión de viudedad. Sólo nos ayudó la AVT. Yo quería estudiar Periodismo, pero no podíamos asumirlo. Curré para pagarme un grado de Relaciones Públicas».
La familia siguió viviendo encima del taller, en la casa de siempre. Tuvieron que escuchar el infausto 'algo habrá hecho'. La banda nunca explicó por qué convirtió a Ángel en objetivo. «Nunca lo he entendido. Tenían la libertad de matar a quien quisieran, ellos decidían», se duele. Se lo ha preguntado muchas veces, como tantas víctimas. «Cuando salió lo del bar Faisán de Behobia –un local relacionado con el pago del mal llamado 'impuesto revolucionario'– pensé que, como mi padre lo frecuentaba, se habrían fijado allí en él».
Ángela recuerda a su progenitor «trabajando mucho, como una hormiguita», su afición por la caza y los veranos con él en el pueblo. También que «me llamaba cariñosamente 'mi ratita' y me llevaba al cole todos los días en el Fiat 500 verde». Admite que «tengo lagunas de los siguientes años» al crimen. «La mente nos protege borrando».
Fueron años llenos de silencio. Un tiempo después del crimen, ETA mató al padre de un compañero de clase de Ángela. «Nadie decía nada, como si no hubiera pasado nada. Sólo hubo un profesor de Historia, Galo Orio, que nos pidió que guardásemos un minuto de silencio por él. Fui y se lo agradecí, pero fue el único». En aquel instituto las huelgas se sucedían «por los presos, por sus huelgas de hambre y yo pedí parar por un atentado y me convocaron un paro en contra». Mucho tiempo después, algunos vecinos tuvieron un gesto con la familia. «A mí me ha venido al taller un comerciante. Me pidió perdón por mirar hacia otro lado cuando mataron a mi padre». Destellos de luz en mitad de las tinieblas. Hay más. «Hace 11 años reabrimos el taller del aita. No lo ha podido ver, pero estaría orgulloso». Ángela lo cuenta con ese poso que dejan las pequeñas victorias vitales. Lo gestionan los dos hermanos pequeños y el mayor tiene otro. Todos son mecánicos.
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