Aquella tarde del 12 de julio de 1997, pasadas las cuatro, estaba en la redacción de este periódico editando la gigantesca manifestación que se celebró ... horas antes en Bilbao para exigir la liberación de un desconocido joven concejal del PP de Ermua, que había sido secuestrado 48 horas antes por ETA. La banda, que días antes había encajado un duro golpe policial tras ser liberado Ortega Lara, consumó su amenaza. El teléfono de mi entonces jefe, Alberto Artigas, sonó y con voz trémula nos dijo que habían encontrado a un joven con heridas de bala en una zona boscosa de Lasarte-Oria. Sin duda era Miguel Ángel Blanco. De inmediato pedí un taxi para trasladarme al lugar de los hechos. Había que estar en el escenario del crimen, como en otros tantos a los que durante años hemos tenido que ir con el aliento entrecortado. Sin embargo, aquella tarde calurosa no pude dar con el lugar exacto. Di vueltas y más vueltas por una zona equivocada y al final desistí. El corresponsal de Lasarte-Oria, Txema Vallés, ya estaba allí.
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Miguel Ángel Blanco había sido trasladado con un hilo de vida en ambulancia y volví a coger otro taxi para trasladarme a Urgencias. Nunca se me olvidará ese trayecto, con la radio del coche narrando los primeros detalles de un asesinato que muchos, entre ellos yo, pensaba que la banda terrorista no iba a consumar. Que no iba a enfrentarse a ese clamor social que inundó las calles contra un miserable chantaje a la vida de un edil del PP de 29 años. Por primera vez se percibía en la calle un grito masivo de 'basta ya'. Los tiros que 'Txapote' descerrajó en la cabeza de Blanco, con el aval de aquella cúpula de la banda, colmaron el vaso de la paciencia ciudadana, que soportaba con un silencio temeroso el terror que ETA quería impregnar en la sociedad. Sin duda, ese asesinato supuso el principio del fin de la banda.
Aquella tarde no pude reprimir las lágrimas cuando subía al hospital. Muchas veces me había emocionado al contemplar desgarradoras escenas tras un atentado, pero aquella tarde no pude contener esa sensación devastadora de impotencia que supuso aquel asesinato. Sobrecogía ver rostros en un puro llanto de jóvenes ediles del PP en la puerta del hospital, compañeros y amigos de Miguel Ángel. Ese asesinato también generó una revuelta de indignación que estalló de manera espontánea. Un espíritu de Ermua que rompió la omertá con la que ETA inoculaba el terror y el matonismo connivente que en ocasiones ejercía su entonces brazo político. Por este motivo, resulta inconcebible que 25 años después, la actual izquierda abertzale, la que pacta con el Gobierno Sánchez la Ley de Memoria, no haya aún condenado sin paliativos este asesinato ni los otros 852 cometidos por ETA. La memoria no debería tener excepciones.
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