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Tan mal parece estar la política española que sus líderes no paran de idear planes de regeneración. Tal fue el caso del lehendakari Pradales, quien, con su Pacto por una Actividad Política Ejemplar, activó el debate en el Parlamento sobre un decálogo ético que rija ... la conducta de sus miembros. A él se ha sumado ahora Sánchez con su Plan de Acción por la Democracia. Si prescindimos de la intención que ha inspirado cada una de estas iniciativas y nos centramos en la denuncia que ambas contienen del deterioro que padece la política, nadie que mire objetividad la realidad que le rodea podrá declararse en desacuerdo. Admitamos que no somos excepción, pues no hay democracia que se libre de verse amenazada de idénticos vicios.
En cuanto a las propuestas presentadas no parece que les vaya a sonreír el éxito. Bien sea por su etérea inconcreción, bien por su encubierta finalidad, unas han sido acogidas con extrema reticencia y otras han cosechado un notable rechazo. El actual enfrentamiento entre las partes no permite confiar en una solución que tenga origen en una sola de ellas. Miremos, pues, al pasado. Nuestra común historia europea abunda en crisis políticas de parecidos contornos, y todas ellas han encontrado líderes que han intentado hacerles frente y superarlas. De entre todos los posibles, destacan dos que debieron enfrentarse a coyunturas extremadamente conflictivas en sus respectivos países. Reflejan dos actitudes contrapuestas entre las que los actuales líderes no estaría mal que se vieran compelidos a optar. Se trata de Maquiavelo en una Florencia enquistada en el descontento y la revuelta, y Montaigne en una Francia sacudida por guerras civiles de motivación religiosa. A ambos les tocaron tiempos difíciles, y el modo en que cada uno reaccionó se erige hoy en modelo a seguir o rechazar.
Entre el pragmatismo de lo útil y la prudencia de lo justo estaba y está el dilema. Los extremos cambian de nombre, pero la disyuntiva es idéntica. Servicio o poder, principios o éxito, ética o eficacia, verdad o mentira, fines o medios. Tales son los nombres que reciben los polos entre los que optaron el politólogo florentino, siempre luchando por entrar en política, y el responsable público bordelés, tentado de abandonarla. El dilema es eterno. Idéntico al que han de enfrentarse hoy los políticos en una sociedad que ellos han dividido en polos irreconciliables.
Maquiavelo optó por la utilidad y no dudó en aconsejar aplicar, con repugnancia, los medios más reprobables. Montaigne dejó dicho, por su parte, con tanta verdad como orgullo, que «he podido desempeñar cargos públicos sin desviarme de mí mismo ni la distancia de una uña». El florentino merece comprensión, sometido a lo que definió como «la inevitable maldad humana». El segundo se ganó el reconocimiento más sincero y el más unánime encomio de la posteridad. El dilema vuelve a dividir a la política. Habrá quien prefiera el fácil aplauso de lo útil al callado y quizá póstumo reconocimiento de la verdad. Si quiere saber mi opción, el título la delata. Quizá resulte útil optar por la decencia.
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