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En solo veinticuatro horas, entre anteayer y ayer, murieron 769 personas más de coronavirus en España. 27 más en Euskadi. Aunque la epidemiología tiende a colocar esas sumas absolutas en la relatividad de tendencias que apuntarían la estabilización de la epidemia. El vicegobernador de Texas, ... Dan Patrick, propuso el miércoles: «Quienes tenemos más de 70 años, nos cuidaremos. Pero no sacrifiquemos el país». El presidente estadounidense Donald Trump mostró la víspera su deseo de que el 12 de abril el país vuelva a activarse económicamente. El ahora positivo de coronavirus, Boris Johnson, tenía claro hace tan solo una semana que el Reino Unido debía afrontar la pandemia mediante el confinamiento solo de las personas mayores, en la idea de que los posibles fallecimientos fuesen el diezmo inexcusable para procurar que el país continuara activo. Los Países Bajos y Suecia siguen confiando en que la 'libre infección' de su población –recluyendo a los mayores a su suerte– les inmunice a costa de las muertes que se produzcan.
Nuestro recuento diario de incidencias ha consagrado la fatalidad en el epígrafe de los fallecimientos. Los contagios circulan por un lado de la estadística, y los muertos por otro. Los primeros podrían indicarnos la proximidad del pico epidémico, de que se dobla su curva, de que saldremos de la emergencia antes del verano. Los segundos nos interpelan, preguntándonos si acaso no hemos depreciado el valor de la vida humana –de la vida de los condenados por el coronavirus– antes de que se cumplan las dos primeras semanas en Estado de Alarma. Desde un punto de vista científico-médico fallecen 'con' el Covid-19; pero haría honor a su dignidad que nos refiriésemos a su pérdida afirmando que mueren 'de' o 'por' coronavirus. Porque es esa infección lo que les cambia la existencia de manera irremisible. La habilitación de una pista de hielo como morgue, el trajín funerario entre comunidades, el anonimato al que se ven condenados los desconocidos que se van con la pandemia, el propio contador diario de los óbitos, hacen que la vida pierda sentido de manera imperceptible. Como si la recuperación colectiva tuviese que pagar su precio en difuntos, sin que encontremos un instante para aplaudir su involuntario sacrificio. Como si el país tuviese que deshacerse de algunos de los suyos como tributo al futuro. Todos nosotros llevamos algo del vicegobernador Patrick dentro, asistiendo a la lotería de la letalidad.
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