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Han pasado más de siete meses desde que el SARS-CoV-2 se hiciera presente en Europa. Afloró a finales de enero en una empresa china ubicada en Baviera. Dos hechos merecen recordarse. De un lado, la prontitud con que su portadora, de vuelta en ... China, avisó a sus colegas bávaros de que, sin ella todavía saberlo, estaba contagiada cuando se reunió con ellos; de otro, la detección de que uno de los transmisores era el salero que uno de los comensales pasó a otro en el comedor de la empresa. Los hechos, alarmantes, eran también esperanzadores. La detección precoz, el rigor científico y la ruptura de la cadena de transmisión pudo detener la difusión del virus en el lugar.
Aquí, y en otros lugares, no ha sido así. Y no porque el método que se aplicó en Baviera no fuera efectivo, sino porque, siendo el único al que de momento podíamos acogernos, no se aplicó como debió. La mejor prueba es la diferencia que se ha dado en la rapidez de la difusión vírica entre los países que se atuvieron al método y los que renquearon al aplicarlo y se precipitaron al abandonarlo. Entre estos segundos nos hallamos. Y así hoy, siete meses después de aquel primer asomo en Baviera, y tras haber contenido con muy graves destrozos la primera embestida, estamos batiéndonos contra una segunda que amenaza con írsenos de las manos. Sería injusto ignorar lo que a la difusión de la epidemia han ayudado tanto la malignidad del patógeno como el desconocimiento de su naturaleza y la falta de medios clínicos para hacerle frente. Pero, aceptado esto, tampoco han de eludirse los errores o responsabilidades que se han cometido o contraído en el proceso.
En estos –los errores y las responsabilidades– no merecería la pena hurgar, si no fuera porque persisten en la actualidad. En todos subyace el mismo patrón: sacudírselos de encima para adjudicárselos al otro. Resulta vergonzoso, a este respecto, el peloteo entre las instituciones y la población civil, o de las instituciones entre sí, como si el señalamiento del otro expiara las culpas propias. Pero están éstas tan bien repartidas que nadie podrá inhibirse de hacerse cargo de las suyas. Así, la irresponsable conducta de un sector no despreciable de la población no puede ser excusa de la falta de claridad, liderazgo y valentía de las instituciones. Y, en cuanto a éstas, no cabe escudarse en un debate sobre si la culpa es de la excesiva centralización o federalización del Estado ni, mucho menos, fiarlo todo a quién es más listo a la hora de adjudicar responsabilidades. Sólo el acierto de las medidas que se toman y la determinación con que se aplican han de ser el objeto de la reflexión. En ello se juega, no sólo el triunfo sobre la pandemia y sus devastadores efectos, sino también la confianza ciudadana, ya muy malherida, en la utilidad de la democracia. En suma, que habría de erradicarse el vicio sobrevenido de hacer política –y, por cierto, también información– contra el otro.
En este contexto de profundo desconcierto se ponen en pie entre nosotros tanto un renovado Parlamento –durante excesivo tiempo disuelto– como un nuevo Gobierno. La tarea que la realidad les impone es ingente y exigirá toda la legislatura para hacerle frente. En el pleno de su investidura, el lehendakari se hizo cargo de ella. La dividió en cuatro apartados: lo urgente, lo importante, lo responsable y lo que aún queda por hacer. La verdad es que, en esta ocasión, los cuatro se resumen en uno. Los tres primeros –lo urgente, lo importante y lo responsable– no admiten distinción. Y, en lo que al cuarto se refiere, si contiene, como dijo un tanto retóricamente el lehendakari, la actualización del autogobierno, mejor sería dejarlo de lado y no enmarañarse en debates ideologizados que sólo conseguirían dilatar lo urgente, distraer de lo importante y debilitar la actitud responsable que los dos anteriores demandan. Sabedor de la inmensidad de la tarea, el electorado ha otorgado al Gobierno un apoyo parlamentario como ningún otro lo había tenido. Como nunca tampoco había estado un Ejecutivo tan bien acompasado con los de las tres diputaciones forales y las principales ciudades del país. Lejos de invitar a la prepotencia, tal concentración de poder es una llamada a la magnanimidad y al acuerdo. Pero, si nadie coge la mano tendida, no podrá el Gobierno achantarse y defraudar a una ciudadanía que tanta confianza le ha entregado. Reconstruir el país tras el tremendo batacazo sufrido es así su oportunidad a la vez que su responsabilidad.
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