La semana ha estado cargada de palabras. Fue primero el debate del Senado, en el que se enzarzaron el jefe del Gobierno y el del principal partido de la oposición. Vino luego el discurso con que el presidente del Consejo General del Poder Judicial y ... del Supremo inauguró el año judicial. Diré, a modo de introducción, que ni el efectista anuncio de dimisión con que sorprendió a la audiencia el citado presidente ni su corporativista falta de autocrítica deberían haber sido excusa para desviar la atención política y mediática que habría debido centrarse en sus reflexiones sobre asuntos tan relevantes como las causas del forzado atasco que sufre la Justicia, la peregrina propuesta de «desjudicializar» la política o las interesadas descalificaciones que desde ésta reciben ciertas sentencias de los tribunales. No fue un discurso para salir del paso, sino comprometido y arriesgado. Que no lo pronunciara antes no quita valor a que lo pronunciara ahora.
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La pendiente renovación del CGPJ y del Constitucional fue, en todo caso, el tema central del discurso. En el reparto de responsabilidades que, a este respecto, hizo el presidente se echó a faltar una doble ausencia y se pecó de una injusta equidistancia. Así, entre sus interpelaciones no se oyó la que debería haber dirigido a la presidenta del Congreso, cuya inhibición en este proceso supone una flagrante dejación de las funciones que la Constitución le encomienda. Se echó también de menos una mención a la muy poco edificante disposición al acuerdo que están mostrando algunos vocales del CGPJ y que ha llegado a rozar la rebeldía frente a la ley que los obliga a elegir los miembros del TC. En cuanto a la equidistancia, se precisa una reflexión más particular y extensa.
Parece claro que, en lo que al reparto de responsabilidades se refiere, la equidistancia está justificada. El PP carga con la mayor y peor parte. Su burdo ventajismo ha trenzado las más peregrinas y variadas excusas para negarse a una renovación que, aunque obligada, no le resulta ventajosa. Y, si la anterior dirección fue la que comenzó a tejer la intrincada telaraña de sucesivos pretextos, la actual se dejó enredar en ella al dilatar una decisión que debió haber tomado en el mismo momento del relevo. Hoy, cualquier cesión es derrota o traición. Ahora bien, si la actitud popular roza el chantaje, la reacción socialista ha sido errática. Amagaron primero con una ley que pretendía cambiar, con dudoso amparo constitucional y asombro de la UE, la mayoría cualificada por la absoluta en la elección de los vocales del CGPJ. Aprobaron luego otra, para limitar sus funciones, tan chapucera y caprichosa, que debió reformarse enseguida, porque una parte resultó ser un bumerán contra los propios intereses. Su contenido ha tensionado aún más el enfrentamiento interno del Consejo. Así, entre chantaje y chapuza, el embrollo se ha hecho insoluble.
En el fondo del asunto se entremezclan cuestiones que tienen que ver con el sistema unas y otras con quienes lo gestionan. El actual método de elección de los vocales pertenecientes a la judicatura, aparte de tener forzado encaje constitucional, ser mal visto por los supervisores de la UE y peor aceptado por el estamento judicial, ha dejado ver, en sus casi cuatro décadas de vigencia, notables disfunciones. Cuenta, sin duda, a su favor con la innegable virtud de representar mejor la vinculación del poder judicial con la voluntad popular a través de las Cortes, pero, en su ejercicio, ha revelado serios inconvenientes. El principal está en su excesiva exposición a la voracidad de unos gestores –los partidos– que lo aprovechan en su interés. Si esa voracidad ha llegado hoy al paroxismo, nunca ha dejado de actuar. Hasta ahora se expresaba en un bochornoso reparto de cuotas que el TC reprobaba; hoy lo hace en forma de chantaje y boicot. La conveniencia de devolver el sistema, superado el actual impasse, a la literalidad del artículo 122 de la Constitución se ha hecho necesidad.
A laa voracidad se le añade hoy una polarización que impide el éxito de cualquier iniciativa que suponga un acuerdo transversal como el que este giro exige. La política se ha condenado a repetirse en un bucle infinito. Las palabras que se oyeron en el debate del Senado son significativas. Nada hace pensar que no acaben siendo también performativas y se conviertan en actitudes y hechos irreversibles. Habría terminado la política.
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