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Resulta difícil sorprenderse y, menos aún, escandalizarse por la gestión política que se hace en el país. A estas alturas, y sobre todo durante las ... últimas dos legislaturas, las hemos visto ya de todos los colores. Con todo, la pasada semana asistimos a unos acuerdos que enriquecen la colección de sorpresas que creíamos saturada. Se trata de los que alcanzaron el PSOE con Junts y el PP con Vox. Los implicados son todos habituales compañeros de viaje que nos son bien conocidos por sus sorprendentes aproximaciones. Pero los asuntos que esta vez los han unido exceden incluso la categoría de lo chocante. El primero va de extranjería e inmigración. El otro, con ocasión de los Presupuestos de una comunidad, toca aspectos que afectan a la política social en general.
En el primero de los casos, el referido a los acuerdos del PSOE con Junts, era ya difícil reponerse de la sorpresa que había causado el pacto logrado entre ambos sobre la amnistía tras los contundentes pronunciamientos proferidos por el primero sobre su inconstitucionalidad. Pero, aunque ese acuerdo pareció ya lo suficientemente chocante como para curarnos de espanto sobre lo que podría venir en el futuro, los que se han alcanzado ahora sobre temas en los que ambos habían mostrado siempre sensibilidades del todo incompatibles, como son la extranjería y el reparto de inmigrantes, desbordan todos los límites. No es que la delegación de competencias en fronteras y acogida sea de constitucionalidad más que dudosa, sino que lo que se delega remueve sentimientos muy íntimos y dispares que esos partidos albergan sobre el particular. Chirría, en efecto, la conjunción entre una tradición inclusiva e integradora como la del socialismo y la supremacista y xenófoba que este particular nacionalismo catalán siquiera se esfuerza en ocultar. Se trata de algo que va más allá de las leyes y removerá la conciencia de la militancia.
El otro caso, el del acercamiento entre el PP y Vox, no sabe ya uno si se trata de la decisión excepcional dictada por una extraordinaria circunstancia o de una recaída en la querencia de un pasado añorado. Podría entenderse un pacto presupuestario en la dramática situación en que se encuentra una comunidad golpeada por la tragedia de una mortífera dana. Se consideraría poco menos que imprescindible para afrontar los demoledores efectos humanos y materiales sufridos. Pero de la asunción resignada de una inevitabilidad sobrevenida al regocijo con que se ha celebrado la recomposición de un acuerdo hace tan poco tiempo denostado, o al entusiasmo con que se han recuperado ideas y prejuicios que, como la xenofobia y el recelo ante el cambio climático, hasta ayer habían sido causa de recíproca reprobación, hay un trecho que se creía insalvable. Y no menos chocante resulta que, congeniando con la comunidad golpeada, otras se hayan mostrado también deseosas de seguir el ejemplo, arrepentidas, por lo visto, de la decisión que en su día tomaron de romper los vínculos que decían maniatarlas Tan fuerte parece ser la mutua querencia que hasta el partido como tal, el PP en su conjunto, ha asumido el acercamiento, no con la resignación de quien asume una necesidad, sino con la satisfacción que produce el reencuentro entre amigos enfadados.
En ambos casos ha quedado claro que lo que importa es el poder. Cómo alcanzarlo y retenerlo más que para qué ejercerlo. La meta es proclamar un día y repetir luego en todo momento: «Somos más». Es cuestión de números, que se intercambian mejor que las ideas y los proyectos. Yo te doy, tú me das. Da igual cuál sea la procedencia o el contenido. Todo es bueno para el convento. Unos de aquí y otros de allá, lo peor de cada casa y logrado además por el peor de los métodos, la mentira y el engaño, si falta hiciere, con tal de que sumen hasta alcanzar la mayoría. El resultado es una deriva en la que uno se deja llevar por el viento que más fuerte sopla hasta arribar donde nadie preveía. Vano es, por tanto, todo esfuerzo por analizar el ejercicio del poder desde el punto de vista de la ética política, si algo significa aún la expresión. Sólo conduce a la melancolía. Todo se reduce a la facticidad de lo contable: uno, dos, tres hasta ciento setenta y seis. Así hemos llegado a esta situación en la que una sociedad desengañada y aturdida por lo que le ha tocado vivir apenas tendrá fuerzas ni ganas de preguntarse qué postura adoptar frente a tamaño desorden. Parar el mundo no puede, apearse sería suicida.
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