Ante las resoluciones emitidas por el Tribunal Constitucional sobre los ERE sólo cabe el dicho latino de 'Roma locuta, causa finita', es decir, el acatamiento. Pero la perplejidad es un sentimiento no sujeto a la ley, sino que surge cuando uno se enfrenta a actos ... que le resultan chocantes. Cabe así acatar la resolución, pero sentir, a la vez, perplejidad por las dudas. La primera nace del extraño hecho de que, lego en Derecho, entienda yo las razones en que se apoyan las resoluciones del TC y no las entendieran en su día los jueces de la Audiencia y del alto tribunal mencionados. Y es que, según hiriente afirmación del TC, los citados magistrados «desconocen la centralidad del Parlamento (...) en el entramado institucional establecido en el Estatuto de Andalucía». Tal acusación de ignorancia es hiriente, muy grave respecto de tan doctas personas, pues la cosa va nada menos que de «derechos fundamentales infringidos» y supone principios básicos del Derecho como que «la elaboración de los proyectos de ley y su posterior aprobación no pueden incurrir en prevaricación» y «no pueden ser sometidos a control judicial». Chocado por tan zafia acusación, me pregunto si no será que aquellos jueces habían llegado al cabal convencimiento de que la elaboración y la aprobación de aquellas concretas leyes camuflaban una deliberada voluntad de encubrimiento dirigida a permitir y propiciar futuros actos de carácter delictivo. Pero, ¡ah!, en tal caso, se trataría de un acto contrario al derecho a la presunción de inocencia.

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Ante estas dudas, me pregunto si no podrá haber ocurrido que el TC haya utilizado su facultad de intervención para reparar «derechos humanos infringidos» a modo de excusa para revisar y desmontar una sentencia dictada en tribunales ordinarios. Es uno de los reproches que hacen sus miembros disidentes. Y es este reproche, tan fundado, el que motiva la duda que se repite cada vez que el TC emite una sentencia no unánime sobre asuntos de relevancia política. La duda afecta a la delicada relación que existe entre un tribunal de extracción y, hasta quizá, de vocación política, como el TC, y otros técnicos o 'de carrera', como los ordinarios de Justicia y el Supremo. La propia composición por bloques, que en absoluto se reprime de manifestarse como tal en las resoluciones y con tanta naturalidad se asume por expertos y legos, apunta al núcleo de un problema que nuestro sistema democrático no ha sabido resolver y que, más que a leyes y normas, se refiere a los valores y principios que deben regir el ejercicio de la política a fin de refrenar la voracidad de poder que domina a sus protagonistas.

Nadie mejor que el TC advirtió de este peligro. La lógica del Estado de partidos empuja a actuaciones de este género, pero esa misma lógica obliga a mantener al margen de la lucha de partidos ciertos ámbitos de poder y, entre ellos, y señaladamente, el Judicial». Si así se hubiera procedido en el caso del TC, cabría preguntarse si las resoluciones en cuestión habrían sido las mismas que han sido. Pero la interferencia entre poderes es en nuestro país un problema que tendrá que esperar a la llegada de nuevos agentes para verse resuelto. Mientras tanto, seguirá siendo la piedra con que el sistema tropiece día a día y que para los ciudadanos sea de continuo escándalo.

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