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Las aguas de la Justicia, que bajaban agitadas la semana pasada, no se han remansado. Están, si cabe, más revueltas. Si antes eran los líos en que los tribunales se habían metido por propia iniciativa, ahora son los desaires y las presiones que el Poder Judicial sufre por parte de los otros dos del Estado. De un lado, el Ejecutivo le enmendó la plana de manera tan inmediata en el caso del impuesto de las hipotecas, que aquella rapidez de reacción más se interpretó como reproche que como intento de corregir un error normativo que los sucesivos gobiernos habían tardado más de dos décadas en detectar. De otro, el modo en que el legislativo está procediendo a elegir el Consejo General del Poder Judicial, incluido, por lo que parece, su presidente, ha soliviantado a un colectivo que no se caracteriza por la desmesura de sus reacciones. Para colmo, la coincidencia de una huelga previamente convocada para mañana no hace sino dar una idea cabal del descontento que reina en la judicatura.

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Centrándonos en el citado Consejo General, conviene empezar diciendo que su elección por las Cortes a partir de 1985 no es lo que resulta reprochable. Se trata, por contra, del mejor modo de expresar que «la Justicia emana del pueblo», tal y como reza el artículo 117 con que la Constitución abre el Título dedicado al Poder Judicial. De otro modo, no sería un poder independiente, sino desvinculado del pueblo del que emana. Ahora bien, esa necesaria vinculación a la representación popular a través de las dos Cámaras tiene unos límites que, esbozados en la propia Constitución, luego se concretaron en la Ley Orgánica del Poder Judicial y en su interpretación por el Tribunal Constitucional.

Así, según sentencia de este último, y como muy bien se ha recordado en el debate abierto, el modo en que viene produciéndose la elección de los vocales desde la promulgación de la citada ley resulta de muy dudosa constitucionalidad. En el caso presente, la duda se ha agravado por el escándalo que ha causado la revelación del nombre del futuro presidente del Consejo antes de haberse siquiera conocido los de los vocales que deben elegirlo. Pero, más allá de esta torpe intromisión del Ejecutivo y el legislativo en algo que sólo corresponde a los miembros del Consejo una vez elegidos, la sombra de la duda se cierne sobre el modo mismo de elección de los vocales. En efecto, el Tribunal Constitucional, en una sentencia tan alambicada como buenista, distinguió entre dos modos electivos que podríamos denominar de «trueque» y de «consenso». El uno sería abiertamente inconstitucional; el otro pasaría la prueba.

En el primer caso, el inconstitucional, los partidos de las Cámaras no llegarían a un acuerdo sobre la idoneidad de unos candidatos que, presentados, según el caso, por el colectivo de jueces o designados por ellos mismos, se considerarían aptos para la función, sino que, ignorando toda consideración de orden profesional, se limitarían a repartirse «cuotas» por razones de pura afinidad ideológica o partidista. «Hago yo y dejo que tú hagas» no es acuerdo, sino cambalache. El «consenso» sobre «los mejores», que es lo que la sentencia del TC exige, se pervierte en un «trueque» en el que cada uno busca promover a «los suyos». «Trueque» en vez de «consenso» y «los suyos» en lugar de «los mejores» es lo que viene produciéndose en las Cámaras desde la promulgación de la Ley de 1985.

La excepcional desfachatez con que en esta ocasión han actuado los partidos ha soliviantado a los jueces. Todas sus asociaciones lo han condenado. Algunas anuncian incluso impugnarlo en el Contencioso. ¡Largo me lo fiáis! Los propios jueces conocen mejor que nadie el lento paso de la Justicia. Así que cuesta entender por qué, si se han decidido a tomar una medida tan insólita como la huelga, no optan también, ante esta torpeza que tanto los indigna, por otra menos drástica cual es la del plante. Nada sería, en efecto, más efectivo que animar a los suyos a negarse a entrar siquiera en el juego y retirar sus candidaturas en señal de rechazo a un modo de elección que se considera de tan dudosa constitucionalidad. Quedaría claro que, al igual que no hay corrupto sin corruptor, tampoco hay mangoneador si no hay quien se deja mangonear. Así, mejor que con cualquier recurso, se forzaría a los partidos a proceder, de una vez por todas, como Dios -y la Constitución- manda.

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