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Un gran muro, en el que aparecen dos mujeres, una de ellas musulmana, preside una de las plazas más céntricas de Salt (Girona). «Armonía: justa ... adaptación de las partes que forman un todo». Armonía es justo lo que faltó en las noches del 10 y el 11 de marzo pasado. Un centenar de jóvenes, algunos encapuchados, se enfrentó con piedras y botellas a los Mossos. La gota que desbordó el vaso fue el desalojo de uno de los imanes de la comunidad islámica de la localidad. Hubo siete detenidos y un agente resultó herido. En 2011, el municipio ya sufrió disturbios durante varias noches, después de que un joven marroquí que huía de la policía resultara gravemente herido (murió días después) al precipitarse de un quinto piso. Ardieron coches y contenedores. Los pirómanos lo compararon con las algaradas en las 'banlieues' francesas de 2005.
Tras los incidentes de hace 10 días, la extrema derecha ha puesto a la localidad gerundense en el centro del foco político, tanto en el Congreso, en el caso de Vox, como en el Parlament, por parte de Aliança Catalana. Salt es el ejemplo del proceso de «islamización de España», le espetó Santiago Abascal a Pedro Sánchez en plena polémica sobre la cuestión migratoria, después de que el Gobierno y Junts pactaran la delegación de competencias de inmigración a la Generalitat y el PSOE y los de Puigdemont acordaran las cifras del reparto de los menores migrantes no acompañados.
Esta es una ciudad de contrastes. Tiene cuatro centros universitarios y dos joyas de la cultura, como son el festival de artes escénicas Temporada Alta y la sala La Mirona, por donde han desfilado Chuck Berry o Bill Wyman, bajista de los Rolling Stones. La localidad está pegada a Girona capital: las separa una calle. Viven 34.000 personas, de las que el 42% son de origen migrante: magrebíes, latinoamericanos y subsaharianos son los más numerosos. El alcalde es de Esquerra y gobierna con Junts. De 21 concejales, cuatro son de Vox, que es la tercera fuerza. Desde 1979 ha habido alternancia entre el PSC y CiU, hasta 2015, en que ERC se hizo con el poder.
En Salt hay tantas mezquitas como parroquias católicas. Y la realidad es compleja. En seis kilómetros cuadrados cohabitan 89 nacionalidades diferentes. El barrio del centro se asemeja al Raval, en Barcelona, o La Florida, en L'Hospitalet: locutorios, carnicerías halal, barberías, mujeres con velo o hiyab y hombres con barbas y túnicas. «En Salt no pasa nada que no pase en otros lugares», afirma Alexandre Barceló, teniente de alcalde y concejal de vivienda. «El problema de fondo es el del acceso a la vivienda», asegura.
Los disturbios de días atrás los califica de «incidentes» puntuales. «Siempre que hay concentraciones, alguno aprovecha para intentar buscar el conflicto», señala. «Vinieron con el mechero pero no prendió», sostiene. A su juicio, en la ciudad no hay problemas por el origen de la población, sino que el contencioso viene determinado por la pobreza.
El problema se concentra en el barrio del centro, en varios edificios, levantados muy cerca del Ayuntamiento y de una larga hilera de villas de clase media. Los inmuebles precarios se construyeron en los 60 para acoger a la migración española que viajó a Salt a trabajar en las fábricas textiles. Antes del estallido de la burbuja inmobiliaria, esos pisos pasaron de costar 60.000 euros a 200.000 euros. Africanos y latinoamericanos, que llegaron en la segunda gran oleada de migración, se hipotecaron hasta las cejas. Muchos no pudieron pagar. Perdieron las casas. Algunos ocuparon o compraron llaves de pisos ocupados.
Kalikou Diawara, imán de la comunidad subsahariana, intentó allanar la vivienda que había sido suya y de la que ya había sido desalojado. La comunidad migrante denunció violencia contra él en el desalojo. Un agente le empujó y se dio un golpe en la cabeza. Tuvo que ser atendido en urgencias. A partir de ahí empezaron las protestas en la calle. El propio imán, su familia, las comunidades musulmanas y el Ayuntamiento han tratado de rebajar la tensión y de desvincular los acontecimientos.
En el sindicato de la vivienda de Salt hablan de «racismo institucional». El consistorio no se da por aludido. Alí Diatiteé tiene 23 años y es de Malí. Habla del incidente con el imán. «Es una persona respetada. Tuvo un mal trato por parte de la policía», dice. Hubo debate sobre si había que «montar lío», admite. Busca trabajo. Comparte piso con varios jóvenes. «Claro que hay racismo», afirma con contundencia. «Solo por ser negro ya me miran como si fuera a robar cuando entro a una tienda», lamenta.
Su amigo L. Diarrá tiene 25 años. «Todo está muy mal», asegura. Diadie Coulibali tiene una tienda de ultramarinos en el barrio del centro. Le va bien. Está contento. Tiene cinco hijos, dos de ellos trabajando. Lleva 25 años en la ciudad. Habla catalán. «Antes vivíamos mejor», interrumpe otra vecina del barrio, María, que aún mantiene el acento andaluz de sus orígenes. «Hay mucho follón por aquí», lamenta.
«Demonizar la ciudad no es un buen servicio», afirma Xavier Serra. Es el director del instituto Salvador Espriu, uno de los tres que hay en la localidad. Nadie mejor que él conoce la realidad social. En su centro educativo que ha adaptado el horario para que los alumnos puedan cumplir con el ramadán, el 90% del alumnado es de origen inmigrante. Los que no son hijos de extranjeros van a la concertada. Serra asegura que dentro del centro no tienen conflictos y que hay una cierta paz. El centro puso en práctica un proyecto de convivencia a partir de la película 'Maixabel', basada en la historia de la viuda de Juan Mari Jáuregui, asesinado por ETA. Pero aunque en la escuela hay integración, fuera ya no es lo mismo. No es común ver cuadrillas con miembros de diferentes comunidades.
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