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El PNV ha roto la alianza electoral europea que mantenía con el nacionalismo catalán desde hace quince años. Decisión sensata y valiente. Sensata, porque se había producido entre los dos un profundo desfase en su presión soberanista que no permitía acuerdos. La catalana se hallaba ... en alarmante alza sistólica y la vasca en tranquila baja diastólica. Para no dar lugar a confusión, los vascos se han agarrado al principio del viejo Tarradellas: «Nada peor en política que hacer el ridículo». Y valiente, decía, porque la decisión afronta riesgos electorales. El día 26-M nos dirá si se han superado. El mejor termómetro será la comparación entre los votos emitidos en favor del PNV en la urna europea y en la foral, sobre todo, en Gipuzkoa. Ahí verá si existe en el electorado ese fervor soberanista con que desde ciertos grupos se le amenaza.
Pero, dicho esto, más interesante me parece aprovechar la ocasión que ofrece la ruptura para repasar la relación que se ha dado a lo largo de estos últimos 40 años entre los dos nacionalismos y ver -y, en su caso, desmontar- todo lo que en ella haya de fantasía y recuerdos mitificados. En la raíz están, sin duda, dos hechos reales. El primero, por cronología, la hermandad de PNV y UDC, desde el nacimiento de esta última en 1931, en la doctrina común nacionalista y socialcristiana. El segundo, más emotivo y vinculante, la solidaridad que entre Gobierno Vasco y Generalitat catalana se fraguó durante la Guerra Civil y que quedó simbólicamente expresada en el gesto del lehendakari Agirre de volver a España para acompañar al president Companys en su salida de Cataluña al exilio. Ambos hechos crearon lazos profundos.
Pero, llegada la Transición, el romanticismo de la memoria da paso al realismo de la política. Ya en la fase constituyente se perfilan distancias: ausencia del PNV y presencia de la federación CiU en la Comisión Constitucional; abstención y adhesión respectivas en el referéndum de la Constitución; excepción foral para los vascos, con Concierto Económico incluido, y régimen común, por voluntad propia, para los catalanes. Son hitos que marcaron diferencias y excitaron recelos, sobre todo por el resquemor que dejó en la parte catalana el acierto que tuvo el PNV al afrontar el riesgo de la financiación autónoma por el sistema concertado. Cabe también añadir, por su importancia simbólica, la prelación que, en el terreno protocolario, se ganó la Comunidad Autónoma vasca al anticiparse en la presentación del Estatuto en las Cortes. Nunca lo digirió el president Pujol. Más de una vez, en algunas reuniones de presidentes autonómicos, llegó a exponerse al ridículo de verse desplazado por protocolo del primer puesto que se había apresurado a apropiarse.
Las relaciones políticas estuvieron, pues, desde el principio, más taradas por recelos de lo que daban a entender los abrazos en las Diadas o Aberri Egunak. Para rematarlo, el terrorismo dejaba a nuestra comunidad en situación de inferioridad y destacaba aún más la supuesta superioridad del 'seny' catalán.
Se enfrentaban así tosquedad y finura, contraste que con frecuencia se subrayaba para marcar distancias y categorías. Las solemnizó más que nadie el propio Pujol, cuando, a raíz del pacto que PNV y PSE formalizaron para formar el primer Gobierno Ardanza de coalición tras la escisión del partido jeltzale en 1986, proclamó en un pleno del Parlament aquel «yo nunca haré ardancismo» que tan insultante resonará todavía hoy en los oídos de los actuales burukides. Pensó, sin duda, que la facción escindida saldría vencedora del desgarro. Más desdén hubo, por tanto, que aprecio. Y no tendrá tampoco que olvidar el PNV el hecho más triste y destacable de la dilución de UDC, su vieja aliada, a causa precisamente de la deriva soberanista en que el nacionalismo moderado catalán sigue navegando en la actualidad.
Son detalles significativos y en absoluto exhaustivos. Sirven, entre otras cosas, para dejar en evidencia la ignorancia que la joven Elsa Artadi demostró el otro día al afirmar que «la sociedad catalana ha abandonado la vasquitis que teníamos». Ocurre, más bien, lo contrario. Es el PNV -y yo no me atrevo a decir que, con él, la sociedad vasca- el que se ha sacudido la 'catalanitis' que desde hace tiempo lo aquejaba a la manera de un complejo del todo injustificado.
Cabe esperar, por ello, que la decisión que los jeltzales han adoptado sea, además de sensata y valiente, liberadora.
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