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La campaña electoral del 12 de mayo en Cataluña se ha convertido en un termómetro de la temperatura de la política española, pero también de la distancia abierta entre los soberanistas de Euskadi y Cataluña. El próximo domingo por la noche, la relación de ... fuerzas que surja del nuevo Parlament confirmará si Cataluña se antoja como la panacea para salvar la legislatura o si es el talón de Aquiles que puede precipitar su final.
La apuesta del bloque plurinacional va a depender de ese equilibrio de sensibilidades. El principal pulso se libra entre Junts y Esquerra, los primeros envueltos en la bandera de la legítima restitución de Carles Puigdemont, con el principio de la reapertura del procés como principal estandarte, aunque en un contexto diferente, en el que la tramitación de la ley de amnistía ha rebajado la inflamación emocional en la que se mueve en los últimos años el independentismo catalán. A su vez, Esquerra juega la carta del posibilismo sin renunciar a determinadas reivindicaciones, como la de un nuevo estatus de financiación, y aboga por acordar con el Estado una consulta legal y pactada por la que Cataluña ejercería su derecho a la autodeterminación. Junts comparte esta apuesta, sin excluir, como tampoco hacen expresamente los republicanos: volver a hacer lo que hicieron en la Declaración Unilateral de Independencia. Eso sí, ERC vuelve a hablar de reforzar la mayoría social para limitar el margen de maniobra del Estado.
La división nacionalista supone un escollo. La presumible presencia en el Parlament de la extrema derecha independentista de Silvia Orriols, alcaldesa de Ripoll, confirma una fragmentación del puzle soberanista que complica sus posibilidades para alcanzar la mayoría absoluta, sobre todo porque ERC ya ha descartado que una sus fuerzas si el concurso de la Aliança resultara necesario.
El mundo nacionalista vasco no es ajeno a esta terapia de grupo de desafección y participa a medio gas en la campaña catalana. El déficit de sintonía es evidente más allá de que Junts y el PNV mantienen una línea de comunicación a través de Jordi Turull, y de que la izquierda independentista esté coaligada con ERC y tiene como uno de sus enlaces más relevantes al diputado Jon Iñarritu. La alianza se mantiene en el Congreso y funcionará para los comicios europeos pero no es óbice para que afloren diferencias de forma y de fondo sobre cómo abordar las relaciones con el Gobierno de Pedro Sánchez y cómo buscar la táctica más eficaz.
Las propias formaciones nacionalistas reconocen que Euskadi y Cataluña responden a realidades nacionales diferentes; de entrada porque el País Vasco se ha convertido en la única comunidad histórica que, junto a Navarra, no ha actualizado aún su Estatuto de Autonomía. Durante años, el nacionalismo vasco y el catalán han sentido una fascinación recíproca. Parte del vasco aplaudía el sentido pactista del catalán y el minoritario rupturismo catalán ensalzó durante años la resistencia abertzale, aunque es cierto que la violencia de ETA, sobre todo a partir de Hipercor, marcó una línea divisoria.
El procés cambió las tornas. El PNV, que ya estaba vacunado tras el fracaso del plan Ibarretxe, apoyó a medias la hoja de ruta de los herederos de Jordi Pujol, bien alejados del histórico pactismo convergente. El lehendakari Urkullu intentó buscar una salida intermedia antes de que una Declaración Unilateral de Independencia precipitara el artículo 155 de la Constitución. Pasaba por una convocatoria electoral anticipada pero sin suspender las instituciones autonómicas. No fue posible y al final el Gobierno de Mariano Rajoy, con el concurso del PSOE, disolvió el Parlament, suspendió al Govern y respaldó la persecución penal de los impulsores del procés, que fueron condenados a largas condenas por el Supremo por delitos de sedición y malversación de fondos.
Aquella ofensiva judicial concitó el arrope emocional solidario del nacionalismo vasco aunque de puertas adentro PNV y EH Bildu se muestran críticos con la 'hiperventilación' de Puigdemont. El nacionalismo vasco pone más sus ojos en la necesidad de articular una Ley de Claridad europea para que arbitre solucionar estos litigios en las naciones sin estado. El problema de fondo es que la minoría plurinacional carece de una estrategia de presión compartida para que Sánchez 'mueva' ficha en el tablero territorial.
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