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Ano ser que Urkullu haya querido hacer 'un Torra', anunciando, sin convocarlas, elecciones anticipadas, todo hace pensar que el martes podríamos encontrarnos con la convocatoria oficial para celebrarlas el 5 de abril. Y, como todo el mundo sabe, Urkullu ni es Torra ni gusta de ... hacer cosas a lo Torra. No habrá incurrido, por tanto, en la ligereza de abrir un período innecesariamente largo de incertidumbre que nadie podría ya cerrar. De hecho, aunque el viernes pasado guardara un cauto silencio, había ya corroborado, en manifestaciones anteriores, las palabras del portavoz Erkoreka, quien, sin que nadie se lo requiriera, nos informó de que el Consejo de Gobierno había realizado la preceptiva deliberación al respecto. No será, pues, arriesgado tomar pie de esa fecha para redactar las siguientes líneas.
Viene primero a la memoria aquella corrección de la Junta Electoral por la que, a los pocos días del escrutinio provisional de las urnas, lo que era una ajustada mayoría absoluta de coalición entre PNV y PSE-EE quedó reducida a una igualmente ajustada minoría mayoritaria a la que faltó un escaño para afrontar la legislatura con comodidad. ¡Nunca un único asiento iba a resultar tan fundamental! Desde aquel día del otoño de 2016, la política gubernamental ha caminado renqueante, en busca del apoyo, unas veces, del PP, hasta la moción de censura de 2018, y, otras, de Elkarrekin Podemos, para aprobar, tras este extraño viraje, parecidos Presupuestos. Y así, la esperanza, sin duda bien fundada, de recobrar aquella añorada comodidad de la mayoría absoluta sería razón suficiente para explicar este, por otra parte mínimo, adelanto electoral.
Esta evocación no es, en efecto, vacía nostalgia, sino muy significativa a la hora de dar cabal explicación de los hechos. Mucho se ha apelado estos días, para justificar la convocatoria, a las turbulencias que, procedentes de Cataluña, enrarecerían, a través de la 'persona interpuesta' de un inestable Gobierno central, el ambiente en que habrían de celebrarse nuestros comicios, caso de que se dejara correr en demasía el tiempo. El lehendakari aludió a esta circunstancia en sus declaraciones. Pero, si nos atenemos al dictum ockhamiano de que 'no han de multiplicarse los entes sin necesidad', bastaría con las razones que surgen de nuestra propia casa para dar con el porqué del adelanto.
No es, a este respecto, puro negativismo constatar que no ha sido la que ahora se aproxima a su fin una legislatura rica ni en iniciativas legislativas ni en actuaciones de calado por parte del Gobierno. Por el contrario, ha sido, más bien, tímida y retraída. Podría decirse que la sensación de sosiego y moderación que ha transmitido se debe más al contraste con el ambiente de crispada polarización que se ha vivido en la política del Estado que al desempeño propio. De no haberse producido tal contraste, el sosiego habría dejado de ser tal para ser calificado de languidez. Y es que, si uno echa la vista atrás, apenas recuerda iniciativas de relieve que puedan recordarse como hitos que jalonen el transcurso de esta legislatura. Todo lo contrario. Algunas de las que se habían acometido y calificado de relevantes, tras haberse arrastrado a lo largo de la aún más lánguida legislatura anterior, han vuelto a quedar atascadas por el camino.
La más sangrante es quizá la que sigue siendo la maldita asignatura pendiente de nuestra política y de toda la sociedad. Me refiero a la plena normalización de quienes, habiendo participado con su apoyo activo o su connivencia en el dolor injusto causado por ETA, todavía no han dado el paso de reconocer sus responsabilidades. Se trata de una rémora que, pese a los esfuerzos realizados, lastra nuestras relaciones políticas y sociales, sirviendo, según los casos, de motivo o excusa para el inmovilismo. De otro lado, la promesa de reforma del Estatuto o de actualización del autogobierno ha vuelto a enfangarse en el disenso, dando prueba de la inmadurez de una política incapaz de alcanzar consensos que cohonesten singularidad con pluralidad. Por no hablar de otras cuestiones, menos citadas, pero no por ello menos importantes, como la lucha contra unos niveles de pobreza que nos avergüenzan o la crisis demográfica que nos envejece sin remisión. Visto, pues, que estas iniciativas, aunque propuestas como objetivos de la legislatura, han resultado fallidas, la convocatoria inmediata de nuevas elecciones no precisa de una justificación por motivos externos que encubren nuestra inoperancia y contribuyen a alimentar aún más nuestra ya sobrada autocomplacencia.
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