Me perdonará el lector la apropiación, quizá indebida, del título de aquella bella película que, allá por los años 70 del siglo pasado, protagonizaron Barbra Streisand y Robert Redford. No he dado con otro que exprese mejor la añorada distancia que evoca el recuerdo de ... aquel 15-M que hace diez años conmocionó o conmovió, según el caso, a todo el país y llamó la atención del mundo entero. Es como si el breve tiempo pasado -diez años no es nada- hubiera sepultado en el olvido unos hechos que, como ocurre a veces en la historia, prometieron más de lo que dieron. ¡Razón de más para rescatarlos!

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El mundo andaba revuelto por entonces. Ahí fuera, la inmolación del tunecino Mohamed Bouazizi había sido el primer acto de lo que sería el drama de La Primavera Árabe. El francés Stéphane Hessel, uno de los redactores de la Declaración de los Derechos Humanos de la ONU, había inundado, con su famoso manifiesto 'Indignaos', los anaqueles de todas las librerías del mundo y agitado la conciencia de sus millonarios lectores. Y, sobre todo, la gran crisis financiera de 2008 había provocado otra económica cuyos trágicos efectos se dejaban sentir con especial dureza en nuestro país. Porque aquí dentro, la reforma laboral y la amenaza de otra añadida de las pensiones habían ya provocado una huelga general, seguida meses más tarde por otra de estudiantes, que dio voz al malestar que había penetrado en todos los rincones. No fue casual que fuera 'Estado de Malestar' el nombre de una de las primeras protestas que precedieron a la explosión de 15-M.

Lo que aquí me interesa subrayar, tras haber delineado el contexto, es el sesgo político que el movimiento adquirió. Desde su inicio, el malestar había hecho de la política el destinatario de su ira, porque iracundo fue, aunque no violento, el vendaval que desató. Los lemas que se acuñaron no dejaban lugar a dudas sobre su intención. «Democracia real ya» y «No nos representan» eran un programa de refundación política. Y, aunque de vocación horizontal, sin liderazgo personalista, apartidista y asindicalista, el movimiento demandaba, si quería proyectarse y pervivir, algún tipo de articulación orgánica que le diera consistencia. No en vano los lemas apuntaban a una diana política: el bipartidismo, entendido como una suerte de rancio turnismo, en el que, como antaño, la corrupción iba de la mano del desinterés por los problemas del ciudadano. La fortaleza que, en origen, supuso la horizontalidad era, pues, a la vez, su debilidad.

Ya en la década anterior, el bipartidismo había sido amenazado por la creación de dos fuerzas, UPyD y Cs, que más consiguieron complementarlo que suplantarlo. No expresaban, desde luego, la radicalidad que caracterizaba al nuevo movimiento y que estaba destinada al partido que habría de fundarse en 2014. El fulgurante éxito de Podemos en los comicios europeos de mayo de ese año confirmó su reivindicación de erigirse en genuino heredero del movimiento. Su radical cuestionamiento de las bases mismas del bipartidismo -el por él llamado «régimen del 78»- era la mejor prueba de su autenticidad. El tiempo demostraría, sin embargo, que la capacidad metabólica de la política tradicional acabaría integrándolo en su organismo. Y, así, frente a un tambaleante bipartidismo, no se creó una nueva estructura que lo abatiera del todo y lo sustituyera. La ilusión que surgió en 2011 se sumó al viejo desencanto que tanto había dado que hablar en su día.

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No es sólo la superestructura del sistema lo afectado por la desilusión. La propia ciudadanía se ha contaminado y desentendido de aquellos arrebatos reformistas que con tanto ardor se expresaron el 15-M. Para qué aportar más pruebas que las que han puesto a la vista de todos las elecciones madrileñas. Aquella fecha es hoy melancólica nostalgia de lo que no tiene visos de volver. Las revueltas contra las restricciones de la pandemia en forma de botellón y quedadas clandestinas en recónditos locales cerrados son la triste parodia de lo que fueron aquellas rebeldes y bulliciosas concentraciones en las plazas abiertas del país. Todo un síntoma. Ni el país ni el mundo están hoy mejor que en 2011. Lo que ha ocurrido es que no somos ya nosotros tal como éramos.

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