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Nos vendrá bien a todos este tiempo de descanso para tomar distancia de lo ocurrido y relajar tensiones. A mí tampoco, a punto de abandonar por un tiempo esta tarea semanal, me vendrá nada mal refugiarme en los recuerdos por si sirven para mirar el ... presente con un poco más de sosiego. En las revueltas aguas de la actual política española, se ha traído con frecuencia a colación el caso de nuestra Comunidad como ejemplo de la capacidad de alcanzar pactos entre diferentes que aseguren la estabilidad de las instituciones. Y esa mención me ha hecho recordar aquel primer acuerdo entre nacionalistas y socialistas, tras las elecciones autonómicas de 1986, que marcó la hoja de ruta que, con alguna interrupción, nos ha traído hasta el presente.
Eran, también aquéllas, circunstancias extraordinarias. El partido que gobernaba en solitario la Comunidad se había roto, tras una larga y traumática crisis, y a ningún partido le había otorgado el electorado los votos suficientes para sustituir su liderazgo. Parecía que la situación demandaba renovación, y el partido con mayor representación parlamentaria, el PSE, se dispuso a acometerla. Dejó de lado al viejo partido, que prefirió retirarse a lamerse las heridas, y buscó apoyo en su escisión, Eusko Alkartasuna, y la joven Euskadiko Ezkerra, que parecían representar el progresismo que se acusaba de carecer al PNV. A nada llegó aquel intento por motivos que no vienen al caso. Volvió, por tanto, la mirada el socialismo a su compañero de andanzas lejanas y más recientes acuerdos. El PNV salió de su aturdimiento y, pese a las lágrimas que no pocos vertieron, pactó con el PSE un gobierno de coalición que, además de encontrar justificación en la trayectoria común de guerra y exilio, le abriría el camino a su propia recuperación. Sirvan estos datos de puesta en escena e introducción a la reflexión que sigue.
Aquel acuerdo ha sido hasta el presente el paradigma de lo que debe hacerse en sociedades muy plurales y disociadas además, en nuestro caso, en sus sentimientos de pertenencia nacional. No fue tarea fácil consolidarlo. Las dos distantes tradiciones que se asociaron en aquel Gobierno tuvieron que superar serios roces hasta encontrar acomodo. Para que ocurriera, debieron darse unas circunstancias que lo favorecieron. Y, pensando en los momentos actuales, tres me parecen las más pertinentes: una, de carácter estructural y las otras dos, más coyunturales. Las mencionaré tan someramente como lo permite el espacio disponible.
Las dos tradiciones coaligadas no competían electoralmente. No, al menos, de manera directa. Cada una tenía, entonces más que ahora, su propio nicho electoral y no rivalizaba con la otra. Podía influirlas, sí, en su desempeño electoral la visibilidad o invisibilidad que la labor gubernamental concediera a cada una y que se traduciría en ventaja o desventaja, pero no había una competencia directa que tensara sus relaciones dentro del Ejecutivo. De ello ambos se dieron cuenta muy pronto.
A este factor estructural se añadieron, como decía, dos de carácter coyuntural. El primero fue la calidad de las personas que lideraron, dentro de la coalición, las dos tradiciones. Tanto el lehendakari, José Antonio Ardanza, como el vicelehendakari, Ramón Jáuregui, eran talantes más proclives al arreglo que al conflicto y, en vez de rivalizar por el liderazgo, dedicaron lo mejor de su carácter a lograr que las normales discordias de la inédita experiencia se apaciguaran y hasta se convirtieran en motivos de enriquecimiento mutuo. Pero, más allá de las personas, un acontecimiento del todo inesperado vino a asentar una convivencia más que pacífica. Fue el Acuerdo de Ajuria Enea. En la concepción del terrorismo y en las propuestas de abordarlo se concentraba gran parte de los recelos y discrepancias que se producían entre las dos tradiciones. El profundo tratamiento a que se sometió el problema en las largas e intensas reuniones que dieron luz al Acuerdo resultó ser un bálsamo que acercó distancias y amortiguó tensiones. Nada habría sido igual sin aquel Pacto en el devenir de las relaciones entre los dos partidos coaligados. Y pienso ahora, mirando al presente, si no serán esos tres factores -rivalidad electoral, talante personal y una cuestión de gran alcance sobre la que forjar acuerdos sólidos- los que sobran o faltan, según el caso, en las dificultades que obstaculizan el actual entendimiento.
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