Nos habíamos acostumbrado, en estos años de Gobierno de coalición, a que sus miembros airearan sus diferencias. Se había instalado la tesis de que tal proceder era, además de inevitable, enriquecedor, en cuanto que reflejaba la pluralidad ideológica de los socios y abría el abanico ... bajo el que se cobija el variado electorado de la coalición. La marcha del vicepresidente segundo, Pablo Iglesias, aminoró la frecuencia y virulencia de tan pública expresividad. Pero, cuanto más cerca se veían las elecciones, más crecía el afán de diferenciación. Sólo el estilo almibarado que instauró la sustituta en el cargo, Yolanda Díaz, pareció, por un momento, moderar las formas e instaurar un modelo de conducta que evitara el altercado público. Las disputas se llevarían al seno del Gobierno. Sin embargo, la marmita ha seguido hirviendo a borbollones y sólo ha hecho falta la conjunción de un cúmulo de circunstancias para que se desborde. La tramitación del proyecto de ley de vivienda, la convalidación de la reforma laboral y la explosión de la crisis de Ucrania son la tormenta perfecta que hoy sacude la estabilidad de la coalición.

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La prometida y necesaria ley de vivienda parecía haber entrado, tras tantos tiras y aflojas en el seno del Gobierno, en un cauce consensuado de tramitación, hasta el punto de haberse aprobado el proyecto que se enviaría al Congreso. Pero el preceptivo y conflictivo informe del CGPJ, aunque no vinculante, ha hecho, de lo que parecía mero trámite, problema. Asumir o no un dictamen que socava bases sustanciales del proyecto con dudas sobre su legalidad, tales como la invasión de competencias autonómicas o la intromisión en leyes del libre mercado, ha vuelto a ser objeto de trifulca en el seno del Gobierno. Y lo que, con la vicepresidencia de Carmen Calvo, era un debate tolerable ha mutado en agria acusación de cobardía y deslealtad entre los socios, con el agravante de que, al haber entrado en el proceso un órgano tan controvertido como el del gobierno de los jueces, una disputa que no rebasaba el ámbito del Gobierno se ha transformado en interinstitucional y puesto en cuestión el respeto a las normas del Estado de Derecho. Todo en vano, además. Si el proyecto recibe la aprobación de las Cortes, su destino será la incertidumbre de una probable reprobación por parte del Tribunal Constitucional. En tal caso, todos los poderes del Estado, y no sólo los socios de Gobierno, se verían enzarzados en la disputa.

La reforma laboral, trabajosamente acordada entre Gobierno, Patronal y mayoría sindical, amenaza, o bien con atascarse en el Congreso por desavenencias entre los partidos de la mayoría progubernamental, o bien con hacer saltar, para salir aprobada, el acuerdo tripartito alcanzado. Ocurre además que el medio de aunar voluntades en el legislativo vuelve a crear fricciones entre los socios del Gobierno. Mientras UP se niega a sumar un apoyo, el de Cs, que amenace o, cuando menos, desdibuje la llamada mayoría progresista, el PSOE ve sólo en él la posibilidad de convalidar el decreto ley. De este modo, junto con el futuro de éste, se dirime la batalla entre una y otra de las concepciones que anidan en los socios del Gobierno: la más cerrada en el dogmatismo frentista y la más abierta al pragmatismo transversal. Por lo demás, dado por firme el no del Partido Popular, el impasse parece hoy, a tres días del debate, la cuadratura del círculo. Una vez más, la lealtad o deslealtad a lo pactado se convierte en conflicto entre los socios del Gobierno.

Y, por fin, un factor externo se ha entrometido en las relaciones entre los socios. Siempre acaban convirtiéndose en conflicto interno la cuestiones internacionales. Esta vez le ha tocado a algo que nos parecía tan lejano como Ucrania. El asunto tiene entre nosotros la virtud, o el vicio, de inflamar lo que de más profundo, por emocional, anida en los partidos de arraigada tradición ideológica. Pues la cosa plantea, no lo olvidemos, problemas que se mueven entre la ideología y la realpolitik. Y Podemos ha optado por la ideología y, como si ésta quedara adherida para siempre al territorio en que una vez echó raíces, mira con nostalgia a Rusia como si guardara algo de lo que la convirtió en Unión Soviética y se aferra a esquemas geoestratégicos de un tiempo que no es ya el nuestro. Su ideologización hace irreconciliable la discrepancia entre socios y amenaza de zozobra a un Gobierno que aguanta a flote porque no hay quien lo sustituya.

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