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El lehendakari Urkullu fijó ayer las condiciones del nuevo estatus político para Euskadi: que sea «consensuado entre diferentes pensamientos ideológicos», resulte «viable política, legal y jurídicamente» y «tenga recorrido institucional». Son las acotaciones de la primera autoridad del País Vasco a la tarea encomendada por ... el Parlamento autonómico a la ponencia sobre el futuro del autogobierno. Acotaciones tan explícitas que ponen en cuestión las reservas formales con las que el propio lehendakari y sus dos gobiernos han eludido avanzar una propuesta de reforma estatutaria, apelando a la preeminencia parlamentaria. Es de desear que el final del trayecto conceda todo su sentido a la determinación de Urkullu de emplazar a los grupos de la Cámara vasca a que allanen el camino, mientras el lehendakari se limita a contrapuntear en público su labor y a advertir sobre los límites de la reforma. Pero anótese que se trata de un proceder entre peculiar y muy peculiar. Digamos que una metodología participativa -en términos de pluralidad partidaria- sujeta a la supervisión de Ajuria Enea.
De entrada, nada tiene que ver con lo sucedido en los últimos años en Cataluña. Cuando Pasqual Maragall se dispuso a reformar el Estatut de 1979 convocó una suerte de concurso de ideas al respecto, sin preocuparse en exceso de la magnitud que cobraban unas y otras, de su coherencia interna y de su encaje constitucional. Claro que no sería justo imputarle toda la responsabilidad política del 'cepillado' al que se refirió Alfonso Guerra; y mucho menos señalarle como causante de la sentencia del Tribunal Constitucional. Pero hubo mucho de desidia creativa en su actitud. Como si el poder que representaba al frente de la Generalitat pudiera permitirle descuidar el articulado de la reforma, mientras Artur Mas se reunía en la Moncloa con Rodríguez Zapatero para acotar el asunto.
Nada tiene que ver con el viaje a ninguna parte al que amanecen cada día los cambiantes dirigentes del independentismo catalán; tratando de adivinar en los gestos de Puigdemont algo que les ayude a otear el horizonte. Tampoco se trata ya de una cuestión conceptual, sobre la identidad propia; o sobre la manera más astuta de sortear la Ley y el marco constitucional para, ante todo, enardecer a los entusiastas de la desconexión. Sea a corto, medio o largo plazo. Urkullu apeló ayer a los principios del pluralismo político; de la pluralidad social. Nadie puede pretender ir más allá del actual marco de autogobierno desentendiéndose de la otra mitad del país. Aunque la mención a «diferentes pensamientos ideológicos» resulte ambigua, parece descartar la eventualidad de una coincidencia entre abertzales de distinta tradición con el ánimo de establecer una agenda soberanista proclive a la independencia para cuando sea posible.
Claro que los criterios de viabilidad política, legal y jurídica, expuestos ayer por el lehendakari Urkullu para la actualización y profundización en el autogobierno remiten a un amplio consenso partidario, al estricto ajuste a la legalidad y a la necesaria solvencia jurídica de un proyecto que ha de aspirar, antes que nada, a la clarificación competencial entre el Estado central y esta parte del Estado constitucional que es la autonomía vasca. De modo que, junto al listado de las transferencias pendientes y de las atribuciones en discusión, la reforma del Estatuto de Gernika debería perfilar las garantías jurídicas de su futuro desarrollo. Garantías que difícilmente podrán asegurarse versionando el Concierto Económico en términos políticos de manera voluntarista. No hay percha constitucional alguna que propicie tan metafórica conversión. No hay posibilidad alguna de que un deseado reconocimiento de tú a tú entre «el Estado» y Euskadi dé lugar a un estatus que estire tanto de los derechos históricos; tanto como para proyectar denominaciones singulares sobre el País de los vascos y procurar una autonomía aun más diferenciada, en términos relativos, de la que ofreció el Estatuto de Gernika en 1979 y en adelante.
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