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No fue la despedida soñada pero me parece que la temporada echó el telón en el Villamarín en cuanto Martínez Munuera pitó el final de aquel partido. Allí se desató la alegría y el entusiasmo, tanto sobre el césped con los pocos realzales que pudieron ... acceder al estadio como en el vestuario. Desde la zona mixta se escuchaba el cántico de 'Somos la banda de Anoeta...' y cómo el arcón de las equipaciones era utilizado de bombo para acompañar algunos de los gritos más habituales del Reale Arena.
El sábado faltó emoción, requisito indispensable en cualquier fiesta, y el resultado del partido tampoco acompañó. Enfrente había un buen rival y en el último tercio del campo se acusó la ausencia de ideas para batir al portero contrario, un mal que esta temporada se ha repetido más de lo deseado en casa, donde solo se han conseguido nueve victorias en 24 partidos. Así que con 0-2 y la euforia por el sexto puesto consumida hace ocho días, la fiesta resultó descafeinada.
Con todo, lo peor de la tarde fueron los desafortunados cánticos contra Griezmann que por su dureza prefiero no reproducir. Anoeta reaccionó para reprobarlos con una rápida pitada pero fueron los suficientemente nítidos como para que generasen estupor e indignación en la mayoría de la afición. Me imagino que su familia, presente en el palco de Anoeta, no pasaría un buen momento en un partido siempre especial para ellos. Su mujer Erika es de Bera, cuna del gran Genaro Celayeta, y basta con seguir las redes sociales para ver habitualmente a sus hijos vestidos con ropa de la Real, muestra del cariño que profesan por el club.
Cada uno es libre para expresar sus filias y sus fobias siempre que no se ofenda al resto. Y con Griezmann se superó un límite. No sé qué ha hecho para merecer ese trato un canterano de Zubieta que estuvo diez años en club, que se crió aquí y que fue uno de los principales artífices de sacarnos del infierno de Segunda y llevarnos a la Champions en la década pasada. Su sonrisa, y sobre todo sus goles, devolvieron la ilusión a una Real que estaba al borde de la desaparición y que gracias a él empezó a creer en que otra vida mejor era posible. Él se convirtió en la alegría de un vestuario en el que lo mismo repartía regalos vestido de Papá Noel en Navidad que celebraba revolcándose en la nieve sus goles camino de Primera. Su rostro era la antítesis de aquel equipo gris, triste y decaído que había dado con sus huesos en Segunda.
Resulta imposible de olvidar que un gol suyo nos devolvió a la Champions en Riazor una tarde de junio de 2013 y que dos meses después su chilena en Gerland encarriló el billete a la fase de grupos en la que viviríamos momentos inolvidables como la invasión de Manchester. Sin él, todo eso no habría sido posible. Luego, después de cinco temporadas en el primer equipo, decidió que era el momento de salir y el Atlético fue el que apostó más fuerte por él.
La Real, en dos tandas, ingresaría 56 millones claves en su resurrección económica. Por todo ello no le puedo desear ningún mal. Más bien al contrario, me alegré mucho cuando ganó el Mundial porque sentí que una parte de su éxito era también el nuestro. Eso sí, cuando esté enfrente será tratado como un rival más pero con el agradecimiento eterno por todo lo que nos dio.
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