Secciones
Servicios
Destacamos
Hace poco que se ha puesto el sol y apenas hay gente. El suelo está todavía mojado y las piedras resbalan. Con el piar de los pájaros de fondo me dispongo a hacer cumbre. Clavo primero la parte trasera de la zapatilla y luego, la ... puntera. Voy cogiendo ritmo, noto cómo la suela no se agarra con tanta firmeza como otras veces. Paso la primera cuesta, es sencilla, no tiene mucha inclinación. Sigo por el camino marcado, pero con cuidado de no meter el pie en un recoveco. Miro de un lado al otro. Contemplo las vistas. Cojo aire y sigo. Noto cómo mi corazón se acelera con cada metro de ascensión. Voy despacio, midiendo cada soplo para no quedarme sin aire. Me tiran las piernas, pero no me detengo. Sigo sola. Pienso que es mejor no hacer caso a la mente que ya está cansada y sí al cuerpo, que todavía puede un poco más. Encaro la última cuesta. Intento disfrutar del momento y cuando estoy más cerca de llegar se rompe el silencio con un 'buenas'. Aun así hay calma. Una calma que parece no encontrarse a 8.848 metros.
Resulta cuando menos curioso que la montaña más alta del planeta no sea un remanso de paz. Pero con más de 200 alpinistas intentando hacer cumbre a la vez es complicado. Será por eso que me quedo con los 123 metros de Urgull o los menos de quince minutos que tardo en subir las escaleras a Ulia. Aquí no tengo miedo a perder un tiempo preciado ni hay riesgos de congelación, agotamiento y mal de altura. Eso sí, la masificación también la veo, pero a diario en las calles.
¿Ya eres suscriptor/a? Inicia sesión
Publicidad
Publicidad
Te puede interesar
Publicidad
Publicidad
Esta funcionalidad es exclusiva para suscriptores.
Reporta un error en esta noticia
Comentar es una ventaja exclusiva para suscriptores
¿Ya eres suscriptor?
Inicia sesiónNecesitas ser suscriptor para poder votar.