El mercado

Es casi mediodía y el mercado está repleto. Pasear por los puestos es oír las recomendaciones de los comerciantes. Es saber qué se lleva en el campo. Es escuchar conversaciones semiprivadas y por lo bajini de los compradores. Es oler a producto fresco. Es ver ... desfilar a señoras y caballeros cargados con bolsas de las que salen alguna que otra hoja de lechuga. No se preocupen por el plástico porque la mayoría van con carrito. Y menos mal. Es verles dar vueltas, buscar qué es lo que quieren comer dentro de unas horas. No es fácil, la capacidad inventiva culinaria también se agota. Es verles deternerse cuando finalmente han visto algo interesante. Entonces, hacen cola y esperan a ser atendidos. No se hace larga la espera siempre tienen algo que comentar. Peio es uno de los caseros más reclamado del barrio. Siempre está corriendo, de un lado para el otro en los diez metros cuadrados que tiene su puesto, para atender a sus clientes. Pero, parece que hoy la quedada está en la pescadería. Aguardan su turno en una fila mal formada, charlan sobre lo bueno que hace, sobre qué le ha dicho el médico a fulanito por tener la tensión demasiado alta o miran a un señor mecer el carrito de su nieto. De vez en cuando ojean qué se van a llevar. Pasan el rato. Eso sí, después de haber dado el paseo mañanero de rigor que van la mayoría con deportivas. En el puesto de al lado, la tendera empieza a contar lo que se lleva la clienta. Que si vainas, que si puerros, que si el brócoli y, de repente, la señora pregunta a ver si «le faltan los ajos». No da tiempo a que alguien le responda. Ella misma se contesta. «Hablo en voz alta, no me hagan caso». Todos ríen. El comprar un buen tomate de caserío, unos huevos frescos o un filete sabroso ha quedado relegado a un segundo lugar. El mercado se ha convertido en el lugar de recreo. El lugar donde conversar sin necesidad de depender de un móvil y donde cada mañana se puede pasear de puesto en puesto en busca de la mejor conversación del día.