Pero los pies en la tierra
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Hacía mucho que no las veía. Ya casi no se les ve pasear por la calle. Ya casi no quedan. Pero esta vez, vestían, como siempre, su hábito y caminaban a paso ligero. Iban agarradas entre ellas y conversaban entre susurros. Se reían contándose lo ... que fuera hasta que una de ellas se detuvo. No llegó a cruzar el puente de Santa Catalina. Se paró y todas esperaron. Le esperaron. La joven, porque no superaba los treinta años -de hecho intuyo que ninguna-, se agachó y se quitó los zapatos. No lo dudó. Se los desabrochó y los cogió en la mano derecha. Le harán daño, pensé en ese momento. Sus compañeras le miraron, se sonrojaron y cruzaron el paso de cebra. Siguieron su camino y yo el mío, pero verlas así me recordó a aquellas vueltas a casa a altas horas de la noche. Qué juventud tan diferente. Ellas tan ellas y yo tan yo. Aún así pensé que seguro que compartimos mucho más que las vueltas a casa descalzas sorteando los cristales rotos, los chicles medio pegados en el suelo e intentando no pisar la esquina de algún adoquín suelto. Seguro que hay más y que jugar a pisar únicamente la parte lisa y evitar la de doble altura, alegrarse de notar la alfombra y respirar plácidamente cuando los pies quedan tendidos sobre la cama y el único roce es el de la sábana es solo una anécdota.
Seguro que cada una, a su manera, ha disfrutado de su juventud, ese divino tesoro, que diría Darío. Pero qué curioso que tengamos la misma forma de mantener los pies en la tierra.
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