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Hay pasos y pasos y luego están los pasitos. Los que se dan estos días son de estos últimos. Hoy no se mira el reloj ni se corre de un lado para el otro para llegar a un sitio. Hoy se miran las agujas para ... saber cuánto tiempo llevamos en el mismo sitio y seguramente en silencio. Veinticinco minutos exactamente y avanzando a paso de hormiga. ¡Ay, la cola! Hay quien no pierde el tiempo y aprovecha para leer el periódico, quien se apoya en cada coche aparcado en batería o en los pivotes de la acera que le pillan más cerca. Hay incluso quien juega al parchís en el móvil. Hay que entretenerse en la espera. Esa espera sempiterna. Nunca hacer la compra fue tan entretenido y tan estresante. Es lo que tiene la falta de sonido que genera un ambiente extraño. Es curioso porque la cola da la vuelta a la manzana, vamos que la calle está llena, y, sin embargo, vacía de ruido. Nadie habla. O, al menos, pocos se atreven a hacerlo. Ya saben por eso de que el Covid-19 se contagia con cierta facilidad. Eso sí, todos se miran. Nadie pierde detalle. Se fijan en el que lleva una mascarilla de las de catorce euros, de los que no la llevan, de los que portan de esas caseras hechas con papel de cocina mal doblado o de los que, por el contrario, han tirado de la máquina de coser. Hay que distraerse. Ojalá se oyeran los pensamientos. La cola avanza y ya queda menos. Casi casi se escucha con nitidez al de seguridad de la puerta. Y de pronto llega un camión. Descarga con rapidez, tanto que se suceden los sonidos. Que si la plataforma, que si la transpaleta, que si las ruedas sobre la gravilla. Aleluya ruido. Todavía hay vida. Mucha. Y dentro del súper, más.
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