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En batiente, cerradas o abiertas. De madera, de aluminio o de policloruro de vinilo. De lo que sea. Grandes, pequeñas, medianas. Muchas o pocas. Dobles o simples. Cuadradas o rectangulares. Da igual, todas son iguales. Sirven para lo mismo: para ver el mundo. El interior ... y el exterior. A veces, son indiscretas y de un piso a otro, si la distancia no es muy lejana, se puede incluso llegar a ver si el vecino de enfrente ha regado las plantas o si ya las tiene muertas. Otras, sin embargo, tienen los cristales tan opacos que ni se intuye qué es lo que hay al otro lado ni quién vive ahí.
Las ventanas ofrecen la posibilidad de entretenerse, de contemplar, de aprender. Basta con asomarse cinco minutos para hacerse una idea de tantas cosas. Puedes ver en un segundo cómo fluye el tráfico en la calle, si el del tercero del piso ya se ha desperezado o si las nubes, por fin, van a dar paso al sol o si, por el contrario, parece que se quedan todo el día. Lo malo es que se ensucian con facilidad, sobre todo cuando llueve.
Las ventanas son luz y son noche. Pero lo que sí que no son es un hueco por el que sacudir las alfombras o poner a secar el paño blanco empapado en lejía. Porque el suelo, las aceras, no son basureros y a los paseantes no les gusta caminar mirando al cielo. Que luego se tropiezan con los adoquines rotos.
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