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Julián Méndez
Miércoles, 2 de diciembre 2015, 10:29
Eso de que el tamaño no importa es un mito. ¿Habían escuchado (o les habían dicho) lo contrario? ¿Sí? Ya lo siento.
En el mundo del vino, al menos, hay un consenso general sobre que la magnitud y la envergadura del recipiente influyen, y mucho, ... en la calidad del asunto. Vamos, que cuanto mayor sea la botella, mejor.
Puestos a escoger, y séanme sinceros, ¿con qué se quedarían ustedes? ¿Con un benjamín de cava o con ese pedazo de trasto cargado de champán que enarbola y con el que riega a medio mundo Lewis Hamilton cada vez que gana un Gran Premio? Pues eso, que no hay color.
Lo ideal, admiten enólogos y bodegueros, es que la medida sea el doble de lo habitual, de lo corriente, diríamos. Ahí nos vamos al mágnum, la botella de litro y medio. «Es evidente y científicamente demostrable. En un mágnum hay el mismo oxígeno en contacto con el vino que en una botella de 0,75, pero para el doble de vino. La oxidación es menor y, por tanto, la vida del vino mejora», explica la enóloga bilbaína Ana Martín, de Bodega Urbana.
Aclarado este extremo, corramos a decir que entre los viñadores, y desde antiguo, ha sido habitual embotellar sus creaciones en grandes formatos. A esas tallas gigantes se las ha ido adornando de pomposos y muy sonoros nombres ligados a la realeza babilónica, a la tradición judía y a la mismísima Biblia. «Se trata de una puesta en escena. El gran problema -analiza el enólogo José Higaldo- es que no hay corchos que se adapten a la anchura de los cuellos de las botellas», confía Higaldo.
Lo que queda fuera de toda duda es que los grandes vinos, si se puede, deberían tomarse en formatos dobles. Las bodegas más renombradas suelen preparar un número limitado de botellas mágnum, conscientes de que es el mejor lugar para la crianza de sus joyas. «Si en un château de Borgoña te quieren agasajar... te sacan un mágnum», concluye Hidalgo.
Jesús Mendoza, enólogo de la bodega Remírez de Ganuza (Samaniego), acaba de regresar de Burdeos y ha vivido en primera persona la hospitalidad de Saint Émilion. Un Imperial (6 litros) de Château Cheval Blanc de 1990 (un Premier Grand Cru Classé A) y un mágnum de 2004 fueron parte del presente ofrecido por la bodega de LVMH a una delegación riojana.
«El tamaño es importante. Esas grandes botellas son la mejor tarjeta de visita de las bodegas», sonríe Mendoza. «Lo fundamental es que los tapones de esos grandes formatos sean de tanta calidad como lo que se embotella. Es difícil, y muy caro, encontrar alcornoques de 40 años que nos den el calibre necesario», explica Jesús Mendoza. «En Remírez de Ganuza, hacemos de 3.000 a 5.000 mágnums, unos 400 dobles mágnums y unas 200 piezas de 5 litros. Botellas de 12 litros solo hacemos en añadas excepcionales como el 2004, 2005 -de las que ya no nos queda ninguna- 2010 y 2012. También pensamos hacer del 2014. ¿Salida? Lo bueno se vende siempre. Destinamos mucho a exportación, a clientes exquisitos que ofrecen esas grandes botellas en una boda, en un bautizo, en una junta o en un evento gastronómico. Son formatos que visten mucho y que, además, ofrecen vinos enteros», explica Mendoza.
En el universo del vino hay una especie de 'lista de los reyes godos' que designa a esta noble corte de botellas. Ahí van: el benjamín (20 cl.), la media botella (37,5 cl.), la botella (0,75 litros), el Mágnum (1,5 litros), el Jeroboam o doble Mágnum (3 litros), el Rehoboam (4,5), el Matusalem (o Imperial, de 6 litros), el Salmanazar (9 litros), el Baltazar (12 litros), el gigantesco Nabucodonosor (15 litros) que da paso al Salomon (18 litros) y al Souverain (26,5 l.), para terminar en el Primat (o Enog, de 27 litros) y en el mastodóntico Melquisedec, que acoge en su homérico seno nada menos que 40 botellas simples, o sea, 30 litros.
La mayoría de las botellas gigantes que pueda usted encontrar en bares, bodegas y restaurantes... suelen estar vacías. Casi siempre están rellenas de agua teñida. Que una cosa es el espectáculo y otra... el vino.
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