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El porteador Bitawligne subía la montaña canturreando lamentos: «¡Ay, pobre de mí! ¡Mi patrón camina hacia el cielo! ¡Ay, madre mía, tú no me pariste para que yo caminara sobre las nubes!». Era el 13 de mayo de 1848 y los demás porteadores se habían plantado, asustados por la nieve y los precipicios de esa montaña a la que nadie subía jamás. En la cima se adquirían conocimientos poderosos pero los espíritus prohibían el acceso a los humanos. Bitawgline acarreaba las herramientas del Abba Diya, el sabio del caballo blanco, el estrambótico europeo que lo había contratado. El Abba Diya era Antoine d'Abbadie, físico, astrónomo, etnógrafo, gramático del euskera, sí, el del castillo de Hendaia. Y sí, perseguía un conocimiento nuevo para la humanidad: observando la temperatura a la que hervía el agua, dedujo que la cumbre del Bwahit estaba a 4.600 metros.
Abbadie vivió fascinado por los etíopes, pasó allí diez años, escribió el primer diccionario de la lengua amárica con quince mil términos, cartografió un territorio equivalente a media península Ibérica. Creyó que sus mapas contribuirían al desarrollo del país, pero no imaginó que vendrían de maravilla a los generales italianos en su primera invasión de Abisinia en 1895. Su biógrafo Iñigo Sagarzazu escribió esta conclusión demoledora: «Debieron de ser más los abisinios que murieron víctimas de los mapas de Abbadie que los que él pudo salvar del hambre y la enfermedad financiando las misiones».
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