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El campamento de Moria se creó en 2015. Los refugiados viven hacinados en tiendas y contenedores, y el acceso está restringido.

Una cárcel llamada Moria

La isla griega de Lesbos alberga el mayor campo de refugiados de Europa. Fue creado para acoger a 3.000 personas, pero ya supera las 20.000. Y continúa creciendo

Estrella Vallejo

San Sebastián

Lunes, 9 de marzo 2020

Moria es de esos lugares que por más que te lo describan uno no llega a hacerse a la idea de lo que es hasta que lo ve y lo recorre, aunque sea de manera superficial. Es entonces cuando realmente se toma conciencia de que detrás de cada «my friend, photo» hay una historia terrible y un futuro incierto. Como el de un joven sirio que tras pocos minutos de conversación no duda en enseñar un vídeo que le envió su primo hace unos días. Dos minutos de llantos, muerte y desolación. Intentas apartar la mirada del móvil, pero hace un gesto con la mano para que lo veas hasta el final. Él y otros compatriotas duermen en una de las muchas tiendas marcadas con su correspondiente número de referencia. Pese a las condiciones deplorables en las que viven, no dudan en facilitar al invitado la mejor piedra para sentarse alrededor de un fuego donde están preparando un té que comparten como si fueras uno más.

Pero atravesar Moria también es sentir unas miradas de desconfianza y de decepción que taladran el alma. DV regresa al infierno cuatro años después, esta vez junto a los voluntarios de Zaporeak, la asociación guipuzcoana que da de comer a los más vulnerables. «Otro periodista más. Por aquí vienen muchos, pero la situación no cambia y seguimos igual», critica en perfecto inglés Haifa, una mujer siria que está sentada en la puerta de lo que es su hogar desde hace tres meses.

Tras el reproche inicial, su gesto se suaviza, también esa expresión dura tan característica de los sirios. Y cuenta que dedica dos horas todas las mañanas a enseñar árabe e inglés a su hija de 10 años. «Ya que no puede ir al colegio al menos le enseño yo», dice con tibia ilusión sobre su proyecto personal. Porque por si no tuvieran suficiente con lidiar con la propia falta de higiene, de salubridad y de alimentación y con la tensión cada vez más palpable entre los propios refugiados, deben librar ademas una batalla psicológica diaria y casi más tortuosa si cabe consigo mismos. Con la incertidumbre de si serán deportados; con la idea constante de si vivir en una tienda de campaña es lo que les depara la vida, añorando lo que tenían y que se ha desvanecido; y lidiando con falsas esperanzas y rumores que corren como la pólvoca y que no hacen más que golpear con fuerza una autoestima cada vez más debilitada. Moria es una prisión al aire libre, una ratonera a la que cada vez llegan más vidas rotas cargadas de sueños que se evaporan.

Alambres de espino

Esta antigua base militar se ha ganado el título de ser el campo de refugiados más grande de Europa. Si en 2015 se creó para albergar a 2.840 refugiados, hoy más de 20.000 personas malviven en él. La zona cercada con alambres de espino tiene el acceso restringido, como bien lo indica la policía griega que controla las entradas. Pero esa, en la que los refugiados viven en contenedores y donde hay personas que llevan hasta dos años a la espera de su solicitud de asilo, ya solo es una parte más de este campo, que ha visto cómo miles y miles de personas se han visto obligadas a colocar su tienda de campaña o su plástico en el olivar que bordea aquel terreno inicial.

Se calcula que unos 8.000 son niños, la mayoría sin escolarizar, y que 2.000 de ellos son menores no acompañados a los que sus padres, ante la falta de recursos económicos, prefirieron subirlos solos en los botes que las mafias turcas venden a precio de oro para cruzar a Europa antes de que continuaran siendo testigos de la guerra en su país. Y hoy, niños, adolescentes y adultos vagan por las calles de un espacio que cada vez va tomando más forma de pequeño poblado, en el que prima la presencia de sirios, afganos e iraquíes. Pasan el día haciendo cola. Tres horas por la mañana. Otras tres por la tarde. Y todo para recibir, si llega, una comida que reparte el Gobierno de Grecia y que algunos incluso tiran a la basura sin abrir. «Han aparecido panes con moho, a otros platos les han aparecido gusanos dentro...», cuentan desde Zaporeak.

No hay electricidad en Moria y todos aquellos que viven en la zona no oficial cuentan con unos pocos baños que les proporciona otra organización solidaria, donde el agua caliente de las duchas depende de la fuerza con la que brille el sol. La basura se amontona en bolsas en medio de las 'calles', y un río de botellas de plástico vacías bordea el campo 'viejo'.

Entre tanto, algunos van abriendo sus propios negocios como barberías, tiendas de venta de fruta o de elaboración de pan tradicional, como hacen muchos afganos que están construyendo sus propios hornos de barro en sus 'parcelas'. Una decisión reconfortante por las ganas que muestran de salir adelante, pero que es a su vez un síntoma más de una situación cronificada, dificilmente reversible a medio plazo y que se agrava con la llegada diaria de nuevos refugiados. La entrada el pasado julio del partido conservador en el Gobierno griego ha provocado una serie de medidas más restrictivas para los refugiados, sobre todo, para los más veteranos, que han dejado de ser una prioridad.

Los guardacostas europeos interceptan a quienes llegan a las costas griegas y en lugar de proporcionarles la cita para solicitar el asilo a un año vista, la ofrecen en la misma semana. Esto provoca que, por un lado, no se dé salida a los que llevan más de dos años a la espera de una respuesta, bloqueados en las isleas del Egeo, y por otro que, según explica Zaporeak, los recién llegados no disponen ni de medios ni de tiempo para prepararse debidamente una entrevista que es su llave para alcanzar la Europa continental. Pero también la que les puede devolver a la casilla de salida.

«A los hombres que vienen sin familia los están deportando casi directamente a Turquía», describen, aunque la situación varía en funcion del origen. «Si son de algún país frontera con Turquía los dejan en ese punto. Y si no, como es el caso de los afganos, los dejan en el territorio kurdo y les dan un mes para abandonarlo».

Un pacto en el aire

En plena crisis política entre Turquía y Europa, se cumplen cuatro años del que fue considerado el pacto de la vergüenza, un acuerdo en el que la UE se comprometió con los kurdos a entregarles tres mil millones de euros para frenar la llegada de refugiados.

Fruto de este convenio, solo en 2019 se interceptaron 108.198 personas en el mar antes de llegar a las costas griegas, y se calcula que esa cifra representa el 55% de todos los que se embarcan en los botes de las mafias kurdas. El 45% restante logró llegar al país heleno. Pero ahora el presidente de Turquía, Recep Tayyip Erdogan, ha confirmado que si bien cerrará la vía marítima para bloquear el paso de refugiados, sigue dejando abierto el paso frnco en la frontera terrestre hacia Grecia.

La situación preocupa a las ONG que operan en las islas del país heleno y que son, en definitiva, las que posibilitan que las vidas de estos miles de migrantes sean algo más llevaderas. Los mensajes se viralizan en los grupos de Whatsapp de estas organizaciones cada vez que se desata un conflicto entre los refugiados o relacionado con ellos. Y la alerta de nuevas llegadas no ha sido una excepción.

Un día corre la voz de que la población local pone fin a la huelga improvisada de dos días como protesta por la situación que se vive en las islas desde hace cinco años. Y al siguiente, en cambio, llega un vídeo de una tienda ardiendo en el campo de refugiados de Chios, y otro mensaje advirtiendo de que muchos refugiados estaban yendo a la ciudad de Mytilene, ilusionados por un nuevo rumor de que Grecia iba a abrir la frontera hacia Europa. Querían probar suerte. Pero pronto se dieron cuenta de que no era más que otra esperanza frustrada y que lo único que podían hacer era regresar y seguir esperando.

Testimonios

Abdull Salam Al Halaf. Siria. 22 años

«Si me deportan, me suicido. En Siria me van a matar igual»

Abdull Salam Al Halaf frente a una de las tiendas en las que duerme.

Con solo 22 años, Abdull Salam Al Halaf ha vivido tanto y lo cuenta además de una forma tan naturalizada que resulta escalofriante. Hace «nueve meses» fue testigo de cómo el Isis asesinaba a sus padres, según explica, porque «mi padre no llevaba barba ni mi madre hiyab y los consideraban traidores al Islam». A él lo secuestraron. Lo tuvieron durante nueve días encerrado «bajo tierra» sin ver la luz del sol y le torturaron. Se remanga el abrigo para enseñar unas marcas que le acompañarán de por vida, una pequeña en la muñeca y la piel del antebrazo completamente quemada. «Estaba seguro de que me iban a matar», pero él, dice, tuvo suerte, porque el resto de compañeros de cautiverio fueron decapitados.

Hace siete meses huyó de Siria. Intentó en reiteradas ocasiones cruzar a Turquía y a la décima logró entrar en el país kurdo. Tras dos meses de espera consiguió cruzar el Egeo, llegar a Lesbos, y darse de bruces con una realidad que ni se imaginaba. Está a la espera de que le den una respuesta a su solicitud de asilo. «Los hombres que venimos solos somos los olvidados». «Aquí intento sobrevivir». Al menos, un médico que conoce le ha dado unas pastillas para poder dormir, pero tiene claro que «si me deportan, me suicido, porque si vuelvo a Siria me van a matar igualmente».

Bashar Al Cadi. Siria. 25 años

«Siria era el paraíso y aquí no puedo ni duchar a mis hijos»

Bashar Al Cadi junto a sus tres hijos, con los que viajó desde Siria.

Cuando Bashar Al Cadi huyó de Siria hace cuatro años lo hizo junto a su mujer y a sus otros tres hijos. Ahora viven todos en el campo de refugiados de Moria. Incluido el nuevo miembro de la familia, un bebé que apenas tiene ocho semanas de vida. Antes de la guerra, «Siria era el paraíso», dice este joven de 26 años. Él regentaba un taller mecánico y no le faltaba de nada, pero una bomba que cayó cerca de su casa, con su hijo mayor durmiendo en el interior, fue la gota que colmó el vaso. Después de vivir varios años en Turquía, hace tres meses que se decidieron a cruzar a Europa. Pagaron mil dólares cada adulto y 500 cada niño para montar en un bote junto con otras 50 personas. Tuvieron que salir al mar Egeo hasta cuatro veces para esquivar a la policía turca y llegar a Lesbos. Una hora y media de recorrido en el que solo temía por su familia, «lloraban mucho y solo quería hacerles sentir seguros», cuenta. Las mafias kurdas les habían contado que en un mes estarían en Atenas, sin embargo, se ha encontrado con que ese periodo se dilatará ni sabe cuánto. Alemania es su objetivo pero reconoce que con vivir en un lugar seguro se conforma «sea Europa o América. Aquí no tengo ni agua caliente para duchar a mis hijos».

Elmar Shabani. Turkmenistán. 27 años

«Cruzar el Egeo fueron las peores dos horas de mi vida»

Elmar Shabani viste una sudadera de Zaporeak, con la que colabora.

El 4 de julio de 2019, Elmar, sus padres y su hermano Yacub se aventuraron por tercera vez a cruzar a Europa. «Fueron las peores dos horas de mi vida», reconoce este joven de Turkmenistán, de padre sirio y madre rusa. «Ellos no saben nadar e hicimos todo el camino agarrándoles», relata. Al llegar, le temblaban las piernas. Y no solo por la tensión acumulada, sino porque la llegada a Moria fue darse de bruces con una realidad cruel. «Te puedes preparar mentalmente pero cuando llegas, ves todo y... bienvenido a Moria», ironiza.

Su color de piel, dice entre la alegría y resignación, le ha puesto las cosas algo más fáciles que a otros compatriotas, pero sin duda el vuelco que ha dado su vida y la de su familia en los últimos meses ha sido gracias a Zaporeak, a cuyas cocinas acuden a diario a ayudar a preparar la comida que la organización entrega a los refugiados.

«Fue un amor a primera vista», dice. «La gente que forma parte de Zaporeak es la que hace que el proyecto sea tan bueno. Los vascos sois un descubrimiento», comenta.

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