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El tranquilo microclima del que hasta hace bien poco gozaba la política vasca se ha visto sacudido por una insólita tormenta. El consejero de Salud ha decidido dimitir, el primero en su rango, para aliviar la presión que él mismo, el Gobierno y, más que ambos, el lehendakari soportaban a causa de las irregularidades descubiertas y ya judicializadas en varias OPE médicas de Osakide-tza. Si el hecho es insólito, no dejan tampoco de serlo las causas. Dicen los más informados que irregularidades idénticas o parecidas han venido registrándose en el organismo desde que comenzó su andadura, heredadas muchas de épocas anteriores y todas conocidas y consentidas. Por qué ahora, y no antes, merece, por tanto, un análisis que, sin aminorar la gravedad del hecho, trate de darle una explicación más amplia y -¡ojalá!- acertada.
Para comenzar, no es casual que las cosas hayan ocurrido en Osakidetza. El de la Sanidad, al igual que el de la Universidad, es un organismo peculiar en cuanto a la naturaleza de su personal. En ellos, la distancia y, a veces, la tensión entre los que llevan la gestión y los que se dedican a la función médica o académica son mayores que las que se registran entre los servidores públicos de cualquier otro sector. Médicos y catedráticos están -y se creen- investidos de una misión y unos conocimientos que consideran arcanos. Han gozado, por ello, de una autonomía excepcional a la hora de condicionar la elección de sus colaboradores. El ideal, noble sin duda, de la selección de los mejores se ha reivindicado siempre como asunto propio y confundido a veces con la de los más cercanos o mejor conocidos. De ahí al amiguismo, el favoritismo y el corporativismo dista sólo un paso. La neutralidad que ha de regir en la selección del servicio público encuentra así especiales dificultades para instalarse en estos ámbitos.
Las nuevas circunstancias sociales y políticas, así como los abusos y errores cometidos en un modelo de selección que ni garantiza ser el de 'los mejores' ni propicia la equidad, han dado en reconocer la práctica como privilegiada e injusta. Y quienes hasta hace bien poco la toleraban ahora la denuncian, no sin cierta dosis de hipocresía y puritanismo oportunista. No cabe ignorar, en efecto, que el loable deseo de corregir abusos, depurar responsabilidades y mejorar sistemas viene acompañado de una multitudinaria cohorte de intereses espurios y hasta de alguna vendetta. Y estos, los intereses y la vendetta, también ayudan a explicar las causas de lo ocurrido.
La ocasión era propicia. Los astros se habían conjuntado. A la cercanía de las elecciones se sumaba la debilidad de un Gobierno sin suficiente apoyo parlamentario. Los partidos no podían desaprovecharlo. La ola social que se había formado por el hartazgo de tanta trampa y corrupción los invitaba a montarse en su cresta y surfearla. Toda purga era bienvenida. El respeto a una escala ponderada de responsabilidades desaparecía. Cuanto más alto se apuntara, más provecho se sacaría. A esa pulsión puritana, repentinamente sobrevenida, se le añadió, en el caso concreto del Partido Popular, el deseo de venganza por los ultrajes recibidos. Sus líderes encontraron la ocasión de vengar 'la traición' cometida por el PNV en la moción de censura a Rajoy. Todo cuadraba y todo se ha consumado.
Alguna lección habrá que sacar de lo ocurrido. A mí me viene a la mente un par de ellas. La primera concierne al lehendakari. Tras reponerse de la dimisión de uno de sus más eficaces y estimados colaboradores, se le habrá ocurrido sin duda pensar en la incomodidad e inconveniencia de verse sometido, durante el largo año que queda de legislatura, a apreturas que, aun no idénticas en su naturaleza, sí tendrán sabores igualmente desagradables. No es en absoluto improbable que, en el actual estado de debilidad en que se encuentra, toda la oposición se una, a pesar de sus discrepancias internas, en la determinación común de, si no desbancarlo, hacerle la vida imposible. Cosas más raras se han visto en el reciente pasado.
Y la segunda va del caso en cuestión. Un modelo de selección de personal, de largo consentido, ha llegado a su fin. Se impone encontrar, en el ámbito concreto que nos ocupa, otro alternativo que concilie mejor selección de los mejores y equidad. El cuerpo médico, como, en su caso, el académico, deberá admitir que lo hay, aunque, para implantarlo, tenga antes que llorar la pérdida de un poder consuetudinariamente arrogado, que no es ni aceptable ni necesariamente el más acertado. Los medios para dar con ese modelo alternativo están hoy disponibles.
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