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No lo hace desde niño. Eso de meter el dedo en la nata que la leche recién hervida formaba en la superficie de la lechera que sus padres dejaban en el gancho del portón del garaje para que se la rellenaran a la mañana siguiente. Primero, porque «hoy todo se compra empaquetado y envasado por el diablo»; segundo, porque no se lo puede permitir. Tampoco esos bocatas de chorizo Pamplona «de medio dedo de grosor» que se zampaba de crío -«no hay nada peor que un bocadillo relleno con tres lonchas descafeinadas»- ni los de media barra de pan con ese chocolate que encontraba pese a que su madre lo escondía entre las servilletas y en la caja de las medicinas para que no volara la tableta en un día. David de Jorge (Hondarribia, 1970) se premia con un bocata de chorizo «algún viernes», muy pocos desde que hace diez años se metiera en un quirófano para una operación de estómago de once horas que redujo su figura casi a la mitad: llegó a pesar 267 kilos -se pesaba en las básculas de los mataderos- y hoy se mantiene en 140. «Hace medio año llegué a 134 y con 100 estaría genial, claro, pero no me obsesiono».
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Yolanda Veiga
Se cumple una década de la intervención -tenía un problema de obesidad «de nueve en una escala de diez»-. Y nos reunimos con el chef de las guarrindongadas en el restaurante que su amigo y socio Martín Berasategui tiene en Lasarte para hablar del día a día de un tipo que cuando mermó pasó «de pepepótamo a tarambana». Hace cuatro años que nos sentamos con él en esta mesa y nos encontramos con el mismo tipo grandón -aunque lo fue muchísimo más-, entusiasta, afable y deslenguado (en esto mantiene el nivel de antaño). Por decirle algo, le decimos que en esa cara de niño le asoma ya alguna cana en la barba. «Aquí estoy con 53 años, envejeciendo con dignidad, aunque los críos hace tiempo que me dicen 'señor' por la calle y tengo las rodillas muy castigadas. Con 25, pese a los kilos, estaba como un cañón, pero a los 40 fui al traumatólogo y me dijo: 'Vendrás a verme cuando cumplas 50'. Tenía razón».
Capea el dolor en las articulaciones con paseos de hora y media al día y la boca cerrada. Solo a la mesa, claro, que a él le parieron «sin filtro»: «Alucino cuando veo gente en el gimnasio a las seis de la mañana, cualquiera diría que van a subir al Everest con esas zapatillas de 300 euros. ¿Y los que salen de madrugada a correr con el perro? ¡Pero si parece que es el perro el que les saca a ellos! Los fabricantes de prótesis estarán encantados con esa obsesión por el deporte que nos va a llevar a la destrucción. ¿Qué somos, ejecutivos de Apple?, ¿nuestro modelo ahora es Elon Musk? No tenemos tiempo para cocinar ni para ir a la playa porque estamos atrapados en cosas ridículas. Es una locura».
David de Jorge pesaba 267 kilos y en julio de 2012 se colocó un balón gástrico. La primera semana bajó 11 kilos y dos por semana las siguientes. «Tardé cuatro días en poder comer un poco de jamón de York. Tenía la sensación de sufrir gastroenteritis, aunque no iba al baño».
En mayo de 2013 se somete a una operación de reducción de estómago. Tras la intervención se quedó en 136 kilos y tardó dos meses en poder masticar.
En 2017 se somete a una abdominoplastia para retirar los pliegues de la piel que se le habían acumulado. La operación duró diez horas y le obligó a un periodo de reposo posterior de seis meses.
Ahora que comenta lo de las zapatillas, echo un ojo a sus pies. Antes de la reducción de estómago, David solo calzaba alpargatas anchas, que no tenía cuerpo para agacharse a atarse los cordones». Hoy lleva unas zapatillas abotinadas de cordones y unos vaqueros que hace no tanto entraron a formar parte de su armario, antes reducido a pantalones cortos -con tantos kilos decía que apenas sentía el frío-, camisas de 200 euros que le hacía un sastre porque no las encontraba de su talla en ningún lado y un chubasquero rojo a medida que le regalaron los de Ternua para que no tuviera que taparse con las capas de lluvia de los montañeros en invierno. «Cuando adelgacé les devolví el chubasquero para que lo colocaran en su museo. De la ropa de antes solo conservo unos pantalones cortos azules que he enmarcado». Hoy caben dos como él en ellos.
Después de la operación, David se quedó en 136 kilos y que hoy, diez años después, solo tenga encima cuatro más tiene mérito. «Es una pelea diaria, jodida pero divertida. No puedo bajar la guardia ni un minuto». La entrevista le obliga a retrasar un rato la comida de ese día -en el restaurante de Berasategui el personal almuerza a las doce, antes del zafarrancho de mediodía-. Tiene vainas y merluza rebozada. Sin pan. «Me ha costado mucho renunciar al pan porque es superior a mí, me encanta. Pero también es muy traicionero, así que solo lo como muy de vez en cuando». Mientras cuenta cómo es su 'dieta', De Jorge pasea el ojo por las cazuelas que borbotean en los fogones de la cocina de Berasategui. Se para a vigilar una porrusalda y le da el visto bueno: «¡Qué rica está la patata... pero cómo engorda!».
Igual que durante años el cocinero de 'Robin Food' se reinventaba con sus casi siempre calóricas 'guarrindongadas' en la tele, ahora lo hace cada día con menús más ligeros. «Un día sí y otro no desayuno huevos a la plancha o cocidos, que me encantan. Los dejo hervir cinco minutos en agua con sal y luego los saco y los escurro en agua con hielo. Así consigo que la clara esté cocida pero la yema, solo ligada. Le echas un poco de sal y pimentón y es un espectáculo».
Relativamente asequible, además. «La subida de precios está haciendo que sea muy jodido acceder a producto de calidad. Los mercados dan pena y hay críos que no van bien desayunados a clase porque sus padres no llegan a final de mes. Hoy he ido a comprar 200 gramos de jamón de York, un poco de lomo ibérico, manzanas y peras para hacer compota, mandarinas, puerros y tomates. Me he gastado 38 euros. Con ese dinero antes comprabas media tienda».
Eso sí, aunque a precio prohibitivo, hoy hay de todo. «A mi abuela le flipaban tres cosas: unas hamburguesas cutres que íbamos a comer de vez en cuando a un sitio en Francia, las chirimoyas y el aguacate. Pero para encontrar aguacates hace años había que levantar las piedras. Alucinaría si viera que hoy lo tomamos de desayuno». El aguacate... y la quinoa, aunque él siga ejerciendo una resistencia que lleva practicando años: «No me hace mucha gracia porque para que esté buena hay que meterle mucha mandanga».
Una cosa es que la salud le haya impuesto medida a la mesa y otra que haya renunciado a todos los placeres. «Sigo siendo militante del puro, aunque tengo la sensación de que somos unos apestados. Si me siento en una terraza y no hay nadie cerca me lo fumo. Si no, no, que paso de tensionar». Entonces guarda el puro, saca el cuaderno y se pone a dibujar. Escenas cotidianas, lo que le alcanza la vista. Lo de las terrazas lo puede hacer porque, como dice él, ahora le cabe el culo. También puede viajar en avión ocupando un solo asiento -antes de operarse tenía que reservar dos- y apearse de la moto, que cabe perfectamente en el coche. «Cuando me veo por la tele en un programa de hace diez o quince años me hago gracia, pero pienso: '¿Cómo pude ser tan animal?'. Ahora duermo bien, tengo unos buenos análisis, la amenaza de la diabetes pasó a la historia... ¡Y me ato los zapatos!».
En su libro 'En un paraguayo cabe el Amazonas. Guía de lugares, comidas y bebercios para disfrutar como un cochino' (editorial Debate) están escritas «las crónicas del 'ñampazampa'», un recorrido por sabores y locales «que huyen de las modas que dibujan platos del mismo aspecto hechos con los mismos trucos, de los líderes de barro y los pétalos, de las vajillas antipáticas y aparentes» y reivindican una comida «que anime las sobremesas y nos caliente el morro». Ni un gramo de ese postureo del que abomina -«las redes sociales son un espanto, todo el mundo se cree Dabiz Muñoz y la Pedroche en sus zapas de rapero chachi comiendo kebab fusión en un local secreto de Estambul»- ni de esa crítica mala y gratuita que tampoco soporta. «Nunca recomendaré algo que no me mole, pero tampoco haré leña del árbol caído. Me ponen del hígado los que van a pillar al respetable o se sientan a la mesa con el único afán de examinar, como si el chef tuviera que estar constantemente pasando la reválida. Que es exactamente así, ¿eh? Porque este oficio hostelero es muy perro y exigente y sobra tanto justiciero impartiendo apostolado por las mesas con cara de John Wayne, pero con mucha menos clase».
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